miércoles, 14 de marzo de 2012

ANTRÓPOLIS MAGNA

Un adelanto de la colección de cuentos próxima a publicarse


EL CIRCO RARO DEL PROFESOR BERENJENA

 

El presente texto es parte del Apéndice del libro Locos Sagrados del Continente, de Curtiell Ramos (Editorial Calisto, Antrópolis, 10957). Ramos, que es sociólogo diplomado en la UNAM, emprendió en 10953 una larga expedición en busca de lo que él denomina “motores silenciosos de la sociedad”: personas completamente aisladas o con una interacción limitada con el resto del mundo, con conductas extrañas (y apariencias a veces más extrañas aún), pero que de alguna forma inspiran a su entorno social y, en algunos casos, cuando llegan a tener una resonancia especial como en esta oportunidad, a todo el planeta.

 

Juro que su apellido era Berenjena. Pude ver su documento de identidad cuando lo visité. Estaba descuidadamente mezclado con otros papeles, también viejos y sucios, sobre una mesa cercana. Su nombre completo era Raymond Allen Berenjena, y su nacimiento había sido inscripto en el Registro Civil de Buena Antonia, una pequeña población al borde del Bosque de los Fiordos del Oeste de Antrópolis Magna, en 10899. Es decir que cuando lo conocí tenía cerca de 55 años.

 

En mi búsqueda de motores sociales silenciosos, di con Berenjena a través de una amiga que había conocido en una posada de las Montañas Mensuales, a unos pocos cientos de kilómetros del Bosque de los Fiordos. Ella venía de recorrer esa región, preparando una compilación de fotografías de pueblos tillung, tan típicos allí. Ella, Elizabeth, me comentó que había pasado por cierta casa en un villorrio humano, Buena Antonia, y que esa casa le llamó la atención por no tener ventanas, aunque sí un cartel que decía “Circo del Profesor Berenjena – Entre Sin Llamar”. No le atrajo la idea de entrar a una casa de esas características, pero le sacó varias fotografías (que me mostró y estaban realmente buenas), lo cual me ayudó posteriormente a encontrar la casa.

A la mañana siguiente partí para Buena Antonia disfrutando de un paisaje que era una maravilla tras otra: las montañas del amanecer dieron lugar a extensos campos de pasturas, donde medraba el ganado de pelo largo y marrón. Antes del almuerzo los campos habían sido dejados atrás y ya comenzaban a verse los primeros manchones de árboles, no pocos de ellos cobijando una encantadora casa tillung, hecha de adobe rojizo y siempre con humo saliendo de su chimenea. Cuando el sol anunciaba la hora del té, llegué a Buena Antonia, donde pude hospedarme en la casa de huéspedes de una familia, ya que no hay posadas ni hoteles allí. Me pareció prudente descansar y comenzar mi tarea a la mañana siguiente. Una buena cena y una cerveza del país hicieron su tarea bienhechora, y dormí profundamente y sin sueños.

 

Eran los primeros días del invierno de 10954, lo cual en Antrópolis Magna significa frío, y particularmente en el rocoso Bosque de los Fiordos es una nevada tras otra. Efectivamente, a la mañana me trajeron un espléndido desayuno, y pude tomarlo viendo cómo los copos, grandes y de gran consistencia, caían suavemente. Afortunadamente no necesitaba utilizar mi vehículo, que había quedado guardado en un granero, pues el Circo Raro del Profesor Berenjena quedaba a menos de trescientos metros de distancia. Sin embargo, hice uso de un buen par de raquetas de nieve que llevaba, pues esa primera nevada ya había alcanzado los cincuenta centímetros durante la noche.

Buena Antonia no está organizada en manzanas, ni hay calles propiamente dichas que la dividan. Las construcciones, unas cien, tienen en general forma cónica: salvo la Delegación Municipal, el Circo Raro del Profesor Berenjena y dos o tres residencias, todas cúbicas, el cono es la forma que más ha inspirado a los arquitectos de la zona. Tal es la caótica distribución de los edificios, que los lugareños, cuando uno pregunta por uno determinado, orientan al viajero con el paisaje que se ve hacia los confines. Por ejemplo: ¿Busca usted la Delegación Municipal? Camine en dirección a aquella montaña y la encontrará. En el frente tiene un cartel. ¿Quiere ir al Circo Raro del Profesor Berenjena? No deje esta zona de ripio, siga caminando en dirección a aquella cascada que se ve a lo lejos.

Afortunadamente los alrededores de Buena Antonia eran elevados, y el poblado quedaba en consecuencia como en el fondo de una sartén. Así, uno siempre podía orientarse.

De esta forma llegué al fin al cubo que ocupaba el Circo Raro del Profesor Berenjena. Tal como había visto en las fotografías de Elizabeth, la casa no tenía ventanas por ninguno de sus costados, pero tampoco tenía una puerta en la entrada. En cambio, esa abertura (no muy grande tampoco) daba a una especie de recibidor, grande como el interior de un ascensor, que daba a tres puertas. En cada una de ellas, un cartel de chapa vieja, mal pintado y ya con la pintura saltando por el óxido, que decía Entrada y Salida. Usted Elige. En ese momento recordé una frase de mis primeras lecciones de griego, que dice ‘Η μήση ‘οδός ’αγαθός (el mejor camino es el del medio). Una frase con tantos ecos, hasta del Budismo, me convenció en el acto y, luego de golpear discretamente por hábito, entré por la puerta media.

Me sorprendió que esa puerta diera a un habitáculo circular, enorme, casi tan grande como lo que yo calculaba que sería la construcción entera. Sin embargo, revisé bien y no había rastro alguno de las otras dos puertas de entrada. Supuse que darían a escaleras que rápidamente cederían el espacio a esta enorme sala.

El caso es que este ambiente estaba en semipenumbras. Piso negro, de lo que parecía basalto, cortinas negras sobre paredes pintadas de negro; techo pintado de negro. Cuatro o cinco luces dicroicas, pequeñas, permitían ver algo. No me pareció nada atractivo, pero caminé hacia el centro del círculo. Allí quedé iluminado por una de las luces cenitales. El silencio era perfecto; me recordó una visita que hice a la Biblioteca de la ciudad de R[1]. A mis espaldas se abrió la puerta por la que yo había entrado, y apareció un personaje que ya había pasado la medianía. Yo estaba muy abrigado para salir a los -12º C que había afuera: este hombre vestía un simple traje de lino amarillento (y bastante manchado), una camisa de indescifrable color entre gris, lila y celeste, y una delgada corbata deshilachada de color morado. Tanto la camisa como la corbata llevaban finas líneas de colores al tono. Eso era todo el rastro de elegancia que podía pedírsele a este personaje. Estaba calzado con mocasines marrones que parecían tener su misma edad, y unos calcetines de algodón del mismo color que la camisa, que estaban caídos. Su grueso cabello lacio gris estaba peinado, aunque sin mucho éxito, con una raya a la izquierda. Su piel blanca y ojerosa estaba evidentemente oscurecida por la nicotina y el insomnio.

Entró como una tromba, no como alguien enojado, sino como alguien que llega tarde al trabajo. Tenía un cigarrillo encendido entre los dedos, y gastaba gafas cuadradas de mucho aumento, con marco de plástico marrón oscuro. Se le notaba muy miope. Me tendió la mano.

 

—Encantado, Berenjena, señor…

—Ramos. Curtiell Ramos. Mucho gusto.

—Ah, Ramos, Ramos. Apellido español, como el mío. Bueno, mi madre era de la comunidad polaca. Woźnak. ¿La suya?

—Portuguesa. Borges Caravalho.

—Ah, qué bien, qué bien. Bueno, usted vino a conocer mi Circo, no le haré perder el tiempo. Pase por aquí.

 

Se acercó a un sector de la pared circular y, como por arte de magia, un bloque de mampostería del tamaño de una puerta pequeña se abrió silenciosamente. Me hizo seña para que lo siguiera con un ademán que me pareció de demasiada confianza. El hombre hablaba casi en un susurro, como si estuviera haciendo una propuesta ilegal, o una amenaza. Al hablar, bajaba el mentón ligeramente, por lo que su mirada se volvía algo torva.

Lo acompañé, sin embargo, y recorrimos un estrecho pasadizo, iluminado con una turbia luz azul, que acompañaba la circularidad de la pared del hall de la entrada. Dicho sea de paso, caminamos bastante, por lo que bien podríamos haber dado la vuelta un par de veces al círculo. Mis pies registraban que el piso siempre estaba a nivel, sin posibilidad de que fuera una rampa. Sin embargo, llegamos a un lugar donde había una puerta de madera muy grande, de dos hojas con molduras, pintada de blanco, con grandes marcos. Parecía tener no menos de cien años. El Profesor Berenjena abrió la gran puerta y me invitó a pasar, esta vez con cierto estilo. Pasamos a un gabinete que, comparado con lo que uno esperaba al ver la puerta, era una decepción de tamaño. Así y todo tenía una buena mesa de servicio, que como comenté al principio estaba colmada de papeles y objetos inclasificables, y un par de sillones de cuero, donde nos sentamos con la mesa por medio.

El Profesor Berenjena me ofreció cigarrillos y whisky, que no acepté, pero él, con gesto condescendiente, encendió un nuevo pitillo y se sirvió una generosa medida de single malt. Así fue que, mientras él se servía la bebida, pude mirar discretamente su documento de identidad, que estaba tirado sobre la mesa, ahogado entre una montaña de papeles y cosas.

 

—Usted viene de lejos, ¿verdad? Nunca lo había visto por aquí –me preguntó.

—Ciertamente. Hace un tiempo que estoy viajando, buscando material para un libro que estoy escribiendo. Soy sociólogo.

—Ah, qué bien, qué bien. Uno de mis hermanos es sociólogo. Vive en Pleópolis.

—Disculpe usted, Profesor, pero veo que su Circo Raro no está funcionando. No quiero hacerle perder el tiempo.

—Al contrario, mi amigo. Está funcionando a pleno y ahora va a verlo con sus propios ojos. Sin embargo, yo debo guiarlo, si no le molesta.

—Por supuesto, no me molesta, pero… ¿Y si llega a venir otro visitante?

—No se preocupe, el próximo visitante vendrá un rato después de que usted se haya ido. Siempre pasa así.

 

Esa frase me dejó con más vértigo del que la extraña construcción y su no menos extraño dueño me habían provocado.

Como fuera, otra puerta nos condujo al Circo Raro del Profesor Berenjena, propiamente dicho.

 

El Hombre Sin Amigos

 

Yo esperaba ver un circo de pulgas, una mujer barbuda, un forzudo que levantara un escritorio en vilo. Pero nunca imaginé esto.

Pasamos a un salón amplio, muy ancho, pero larguísimo. Ya las proporciones del cubo que había visto desde afuera se habían disparado antes de entrar aquí; ahora el vértigo era mayúsculo y pensé que estaba en un lugar de magia. Al trasponer la puerta, a la izquierda, un banner anunciaba a “El Hombre Sin Amigos”, un personaje sentado a una mesa redonda, una típica mesa de cafetería, en la que había efectivamente un pocillo de espresso, y un cenicero con varias colillas. Lo notable era la cantidad de sillas vacías que había alrededor de la mesa, no menos de ocho o nueve. El hombre, vestido de gris oscuro con un abrigo del mismo color, innecesario en el ambiente templado (yo mismo me había quitado el abrigo, los guantes y el gorro de lana. Las raquetas estaban en mi mochila), tenía un cabello negro, semicorto y aceitoso, llovido sobre la frente, y barba de una semana. Parecía entre triste y resignado. Modelaba amargamente la brasa de su cigarrillo en el metal del viejo cenicero que tenía moldeada la publicidad de cierto aperitivo, con ojos entrecerrados que masticaban pena. De pronto, levantó la vista, me miró fijo y me preguntó:

—¿Es usted mi amigo?

—No –le contesté.

—¿Ve usted? Nadie quiere ser mi amigo. Nadie… –chistó negando con la cabeza, dio una profunda fumada a su Gauloise y volvió a encerrarse en sí mismo.

 

El Vago de Estocolmo

 

Un afiche barato, pegado sobre la pared, anunciaba nuestra llegada al puesto del Vago de Estocolmo. Un hombre joven de entre 35 y 40 años de edad, que bebía cerveza tan barata como su afiche, estaba sentado en el bordillo de una ventana expresamente instalada para su puesto. Con él estaban una chica y un muchacho un poco más jóvenes, que también bebían y fumaban, hablaban tonterías y se reían permanentemente de las tonterías que decían; pero de alguna manera se notaba que era personajes secundarios.

 

—Eh, amigo, ¡dame una moneda para una cerveza! –me dijo, abriendo sus brazos de forma exagerada, como dándome la bienvenida en un aeropuerto. Quizá sería por el alcohol.

—Pero tú no tienes ni el acento de Estocolmo. Ni siquiera pareces sueco. Más bien diría que eres de algún país ecuatorial.

—Oooooohhhh no hagas caso a las apariencias, amigo. Yo soy de Estocolmo. Mira.

De su bolsillo extrajo lo que yo pensé que sería una navaja, pero resultó ser simplemente un control remoto. Apretó un botón y de algún lugar, comenzó a proyectarse sobre la pared opuesta un video de una claridad notable. En el film se veía un niño de unos 7 u 8 años de edad, con pantalones cortos, abrigo y una gorra, de la mano de una señora de piel muy blanca comparada con la del pequeño, más trigueña. Los dos, sonriendo, saludaban con la mano a la cámara. En un momento observé el edificio que había detrás de ellos. Bajo el frontón triangular del edificio color ocre, las palabras Svenska Akademien dejaban poco lugar a dudas de que la señora y el niño estaban frente al Museo del Premio Nobel de Estocolmo. Me fijé mejor cuando volvieron a ser enfocados, y observé que el niño mostraba la misma cicatriz sobre una ceja que ostentaba el Vago. Luego me di cuenta de que ambos compartían los mismos rasgos.

 

—Sí, eres tú. Muy bien, parece que te fuiste muy joven de Estocolmo. Pero… ¿Cómo hiciste para conservarte joven desde la época del Arribo a Géminis? Eso fue hace cientos de años.

—¡Aaaaaaahhhhh, ja ja ja ja…! Alguien que olvidó desenchufar mi criogenizador… ¡Y luego, mucha cerveza! ¡Aaaaaahhh, ja ja ja ja!

—¡Aaaaaahhhh, ja ja ja ja! –repitieron a coro los otros dos.

 

El Vago, repentinamente sobrio y serio, me repitió:

 

—No hagas caso a las apariencias.

 

 

El Pez Fuera del Agua

 

Un caso que yo diría dramático en el Circo Raro del Profesor Berenjena, era el del Pez Fuera del Agua. Se trataba de un salmón de grandes dimensiones, que se encontraba a orillas de un estanque artificial. Éste recibía abundante agua fresca de una suerte de acequia que provenía de algún lugar del otro lado de la pared. Sin embargo, pese al rumor tentador del agua cristalina, las redondas piedras del fondo y de los suculentos pececillos que nadaban en el líquido, el salmón se quedaba mirando, sin hacer otra cosa que comer semillas de girasol.

 

—¿Por qué no se sumerge en el agua y vive como debe vivir un salmón? ¿Cómo no se muere fuera de su ambiente?

—Qué puedo decirle, señor Ramos. Le encantan las semillas de girasol. Todo un presupuesto para el Circo.

 

La Despedida

 

Al llegar a la mitad de ese salón descomunal, vi dos grandes arcadas de arco semicircular, enfrentadas, que daban a la oscuridad más cerrada que hubiese conocido jamás. Pero grande fue mi sorpresa cuando vi que en el piso, uniendo las arcadas, corrían las vías de un tren. Esto ya era demasiado para mi mente y sentí un mareo. El Profesor se había detenido ante las vías y, con las manos cruzadas, me miraba con cierta indiferencia. No obstante, alguien se acercó y advirtiendo mi malestar, me dio aire con un periódico que llevaba.

Era un hombre de unos cincuenta años, vestido de traje e impermeable, con sombrero, un bigote fino y rostro fofo de ojos pequeños.

 

—¿Se siente usted bien? Está muy pálido.

—Sí, gracias, ya me siento mejor. Fue sólo un vahído.

—Oh, caramba, no me extraña. Estos son días difíciles, ¿verdad?

—No entiendo. ¿Por qué lo dice usted?

—La maldita guerra, amigo. La maldita guerra. Ahora vienen mi hija y mi nieto a despedir a mi yerno, que ha sido reclutado. Oh, aquí vienen ellos. –Diciendo esto, me dio distraídamente el periódico, en cuya primera plana había impresa la palabra GUERRE! con letras de molde. El periódico era la publicación local de un pueblo francés de la Tierra, y estaba fechado en 1939. Ya había leído en la escuela la historia de la Segunda Guerra Mundial, pero esto me parecía totalmente inaudito. Interrumpió mi lectura la llegada de la Hija con su Niño.

—¿Ha llegado ya el tren? ¿Falta mucho? –dijo la Hija.

—No lo sé, querida. Pero esperaremos lo que haya que esperar.

 

De pronto, un estruendo colmó el lugar. Iluminando la oscuridad como el fuego de un dragón, vi la luz de una locomotora a carbón que se aproximaba desde fuera de la arcada que estaba a mi derecha. El Profesor Berenjena me hizo señas de que me alejase de las vías.

La locomotora pasó de largo, como así también la vagoneta del carbón y unos cuatro o cinco vagones cargados con soldados bien equipados y uniformados. Todos tenían un rostro apesadumbrado y nos miraban con cierto recelo. Al fin, el tren se detuvo y, desde una de las ventanillas del único vagó que quedaba a la vista, se asomó por la mitad el cuerpo de un hombre de unos treinta o treinta y cinco años. Llevaba el uniforme francés de campaña, con un buen abrigo cuyas mangas casi ocultaban sus manos flacas, el casco correspondiente y el fusil. Su rostro tenía una gran flacura, interrumpida solamente por un tremendo bigote oscuro. La Hija le tendió al Niño, de unos tres o cuatro años, para que el Marido lo alzase. Lo abrazó y besó tiernamente, mientras sus compañeros le palmeaban el hombro y el casco, dándole palabras de aliento. Al fin, el Marido devolvió al Niño a los brazos de su madre, con lágrimas en los ojos. Diríase que ya había perdido toda esperanza de regresar del frente.

La Hija pasó al Niño a la mano de su abuelo, y fue a tomar de las manos a su esposo. Le dio su propia cruz colgante como recuerdo, una fotografía y un paquete con comida. La verdad es que la Hija se comportó con gran entereza, todo hay que decirlo. El Marido no paraba de hablarle de los grandes proyectos que tenía para la familia, para cuando regresara de la guerra. Cuando el tren emitió un sonoro pitido anunciando su partida, y ya poniéndose en marcha, el Marido me miró fijamente y me dijo:

 

—¡Cuídelos usted por mí, monsieur! ¡Se lo pide un patriota!

 

Miré con la sorpresa del caso al Profesor Berenjena, quien filosóficamente levantó sus hombros y sus cejas gruesas, mostrando las palmas de sus manos. Mientras tanto, desde las ventanillas se escuchaban cientos de voces viriles entonando La Marseillaise.

La Hija, mientras los vagones pasaban con creciente velocidad, sollozaba hundiendo su nariz en un delicado pañuelo de batista de algodón, con ribetes primorosamente bordados. El Niño, abrazado a una de sus piernas, embutidas en una pollera de tubo, compartía su angustia. De pronto sentí dos manazas que me tomaban de los hombros.

 

—Caballero, sé que se le ha encomendado una tarea poco fácil. Tal vez yo no pueda acompañarlo durante todo el camino, pero trataré de aliviarle la tarea todo lo posible. Por favor, acepte usted esta ayuda que le da un padre y un abuelo agradecido.

 

Diciendo esto, extrajo de un bolsillo interno de su chaqueta una bolsa, grande como un coco. No me explico cómo podía cargar con eso. La bolsa era de terciopelo claro. Cuando me la entregó, el tintineo que de ella salía me avisaba que se trataba de monedas. “Bueno –me dije–, ¿deberemos cargar con monedas falsas con, seguramente, publicidad del Circo Raro del Profesor Berenjena?”

Fue una buena oportunidad para cerrar mi boca. Cuando abrí la bolsa, descubrí no menos de cincuenta o sesenta monedas de 20 francos de oro de 1876. Y sí eran de oro. Mi tío Oswaldo había sido joyero y yo conocía bien el aspecto del oro puro, su “olor”, por así decirlo.

Miré nuevamente al Profesor Berenjena, ya totalmente asustado, a lo que él me respondió con el mismo gesto de resignación deportiva.

 

—Mire, señor, yo le agradezco la confianza, pero…

—Oh, por favor, monsieur, ¡tenga usted piedad de una pobre viuda y de un huérfano! –La Hija vino rápidamente hacia mí y apoyó sus manos, que aún arrugaban el húmedo pañuelo, sobre mi pecho.

S'il vous plait, monsieur! –repitió el Niño, abrazando ahora mis piernas, casi hasta hacerme perder el equilibrio.

Fue en ese momento en que me di cuenta de algo que ya rondaba el carácter de monstruoso: Toda esta escena estaba en “blanco y negro”, como si fuera una película de esa época. Sólo el Profesor Berenjena y yo aparecíamos “en color”.

—Esto es imposible. No lo entiendo. Disculpe, Profesor, pero quisiera irme.

—¡Un momento, señor! –exclamó el Padre. —Usted ha contraído una grave responsabilidad para con esta familia y ante el pedido de un patriota que ofrendará su vida por la gloria y el honor de Francia.

—¡Ay! ¡No nos abandones, mon chéri! ¡Seré la compañera perfecta! ¡Este infante será tu orgullo! ¡Mi padre será el tuyo!

 

Y así fue como vino el desmayo.

Me reanimaron con un vaso de agua Perrier unos enfermeros vestidos a la antigua usanza. Todavía no se había disipado del todo el humo de la locomotora. Extrañamente, ya todos se veían con los colores normales de la vida. La Hija, sin embargo, llevaba un velo y estaba vestida de negro, y tanto el Padre como el Niño llevaban un luto en su manga izquierda.

 

—Oh… No me digan que…

 

La Hija, transfigurada por el dolor, me extendió una nota firmada por el General de Gaulle, donde certificaba que el Marido había entregado su vida a la Patria.

 

—Lo siento mucho.

—No es tiempo de lamentarse, sino de seguir –dijo el Padre. —Vayámonos pronto de aquí, amigo mío.

—¿Dónde está el Profesor Berenjena?

 —Está en una reunión con enviados de las fuerzas aliadas. Temen que los boches ingresen a este lugar.

—Esto es un manicomio.

—El mundo es un manicomio, ¿no se ha dado usted cuenta todavía? –terció la Hija.

—Es cierto, no puedo negarlo. Por eso nos fuimos de la Tierra y terminamos en Géminis.

—¿De qué hablas, mon amour? –preguntó la hija, adelantando un poco los tramites.

—De nada, de nada, no tiene importancia. Luego les contaré.

 

Nos abrimos paso en medio de una confusión grande, y pudimos seguir adelante para salir de las instalaciones. Otros integrantes del Circo Raro del Profesor Berenjena, que aún yo no había conocido, armaban barricadas para protegerse de la inminente invasión enemiga. El único que estaba ajeno a la situación era el Pez Fuera del Agua, que seguía comiendo semillas de girasol.

El Padre logró encontrar la puerta de salida al gabinete, y de ahí al estrecho pasillo circular. El Niño expresó su comprensible miedo en ese estrecho y oscuro ambiente, pero el Padre nos instó a todos a tener valor, para lo cual nos invitó a entonar La Marseillaise. Ciertamente, ese vibrante himno nos templó el corazón y nos entibió el pecho. Dimos en sentido contrario el par de vueltas que habíamos dado al principio con el Profesor Berenjena, y muy pronto aparecimos en el hall negro de la entrada. No nos demoramos un instante en atravesar la puerta, pero de mi mochila extraje todo el abrigo que tenía y lo repartí entre la Madre y el Niño. Las raquetas se las di a la mujer, que llevaba zapatos de tacón. Se los saqué y le puse dos pares de medias de abrigo (siempre hay que llevar repuestos, por si las que uno lleva se mojan).

Al salir, un tibio aire de primavera nos bañó con el sol de una mañana llena de pájaros, mariposas y abejas. Las flores llenaban el aire con un balsámico perfume. No es necesario decir que me desmayé otra vez, aunque por menos tiempo.

 

—Vayamos a la posada donde me hospedaba. Tal vez me recuerden –dije. Se notaba que mis compañeros nunca habían estado en ese lugar: marchaban silenciosos y mirando para todos los costados.

—Miren bien para todos lados. Puede haber alemanes aquí.

—Aquí no hay alemanes, señor. Ni hay guerra. Estamos en otro mundo –y les conté brevemente nuestra llegada al planeta Géminis, y cuánto había durado el Viaje, y los motivos de la Partida.

Llegamos a la casa de mis anfitriones, y no sólo me recordaban perfectamente, sino que me preguntaron cómo me había ido en el Circo Raro del Profesor Berenjena. No estaban sorprendidos de verme en absoluto.

Me di cuenta de que no nos habíamos presentado con la familia francesa; no conocíamos nuestros nombres. El Padre se llamaba Alexandre Durand, la Hija era Hélène, y el Niño se llamaba Hugo Laurent. Me dijeron que el Marido se llamaba Pierre.

El matrimonio que poseía la casa de huéspedes tampoco pareció haber sido tomado por sorpresa por la aparición de los galos: ya habían preparado todo para recibirlos, incluyendo un pequeño guardarropa. Quise preguntarles si sabían lo que pasaba en el Circo Raro del Profesor Berenjena, y la que me contestó fue la señora de la casa.

 

—Claro que sabemos, hijo. Te esperábamos desde bastante tiempo antes de que llegaras. Aquí en Buena Antonia nadie es inocente; aquí todos trabajamos en la limpieza de lo que la humanidad dejó atrás.

Con un gesto suave pero firme me señaló la mesa, que ya estaba dispuesta para el almuerzo. Mientras tomaba la sopa, me di cuenta de que en realidad todo en la vida se trata de eso. Todos vivimos limpiando una y otra vez lo que creímos haber dejado atrás.

 



[1] Ver, en esta misma colección, R, cuna de grandes. (N. del compilador)


COMO UN GUSANO

John Taylor Kaufmann (Torres del Mogador, 10889 – Antrópolis, 10983) fue uno de los íconos del llamado movimiento neoidealista de la década de 10930. En 10984, su amigo tillung Wudso Durgandau exhumó el escrito que aquí presentamos, fechado en 10912, hallado entre sus cuadernos de juventud.

Soy como un gusano social que cava galerías en el mundo de los demás, buscando belleza para que ésta se derrame desde el mundo de la fantasía.
Es que mi intención secreta –a eso nos han llevado los miserables, a que tenga que ser una intención secreta– es vivir de lo que produzco. Y lo que produzco es, o pretende ser, belleza.
Quizá sea de mala educación definirme por oposiciones, pero quiero que les quede claro.
Mi trabajo no es la ciertamente encomiable tarea de curar cuerpos o mentes. No soy un picapleitos acodado a la mesa mejor de la gran cantina del Poder. No busco el enfrentamiento entre los hombres para justificar mi vida. Tampoco soy capaz de erigir hermosas construcciones útiles; no puedo hurgar en los fenómenos de la Naturaleza, ni descubrir las claves que gobiernan el Cosmos.
El mundo ya es una ficción; un sueño pasajero, subalterno; a éste, yo y otros como yo agregamos otros mundos, acaso igualmente irreales. Tal vez mi misión sea discutible por otros más capaces e investidos de autoridad, pero esto es lo que me fue dado y en vano es negarlo. A ello me debo, y usurpar otras regiones del saber sería inconveniente, cuando no blasfemo.
Soy como un gusano buscando sin descanso la Belleza como Absoluto; no para cambiarle la vida a nadie, sino para intentar cambiar la propia, tal vez para descubrir la verdadera. Si lateralmente alguien encuentra un momento elevado o placentero en mis obras, corresponderá que mi agradecimiento sea inagotable.
Aún hoy intento liberarme de la matriz repugnante de la mera supervivencia, donde mis mejores posibilidades tienen que codearse, y aun verse trabadas, por las miserias ajenas, que siempre se dilatan con las propias. Pero “hoy”, también, es una palabra de libertad. Hoy significa que llegó el día de dar un paso, por pequeño que sea, hacia mi propio destino terrenal. Del Otro Destino se encarga, ya lo sabemos sobradamente, Él.
Soy, está dicho, como un gusano frágil que se abre paso entre la densidad de un ambiente hostil. En ese sentido, estamos de acuerdo con los poderosos, con los exitosos, con los satisfechos de sí mismos, con los carroñeros del Poder, porque ellos también me ven como un gusano, aunque en un sentido diferente: Creen que soy un gusano de su mundo, no del mío.
Por eso podría estar muy orgulloso de mi gusanidad.

Ignoro el límite al que podré llegar, pero mi ruta, aunque humana como la de todos, busca la luz, no se tienta con las sombras.

No encuentro otra manera de decir que soy escritor.



LA BALADA DEL PADRE RIDY

El 7 de Mayo de 10985 el alcalde de Didaskalia, pequeña localidad del centro oeste de la Geólide, inauguró un monumento al Padre Conan Ridy, S. J., en la plaza principal de ese pintoresco pueblo. Ridy fue uno de los Viajeros que llegaron desde la Tierra, en la lejana Vía Láctea, y también uno de los más entusiastas adherentes al Proyecto Nuevo Hogar, que en definitiva lo trajo a este planeta. Su obra religiosa nunca sufrió desmedro por su incansable dedicación a la búsqueda de nuevos caminos para que la educación de los niños, los jóvenes y los adultos menos favorecidos en cualquier aspecto de la vida, produjera seres humanos armónicamente comprometidos con la existencia propia y con la ajena. A Ridy le gustaba parafrasear a René Descartes: "Puedo elevarme sobre mis miserias, luego existo". La que sigue es la reproducción de parte uno de los tantos diarios del Padre Ridy, fechado en 10779, cuando Didaskalia apenas estaba fundada.

Enero 3 de 10779. Pensamiento

Gloria a Dios. Dios me trajo a este planeta y a este siglo.¿Quién es Dios? Zaratustra era Dios. Rama era Dios. Krishna era Dios. Buda era Dios. Jesús era Dios. Mohammed era Dios. Meher Baba era Dios. Ellos Lo eran; Ellos Lo son. Ellos son el Que es Uno y es Todos. Reflexiona, Conan, reflexiona. Medita. Tus pasos no son tuyos; son el Deseo de Aquel que Es eternamente. ¿Cuál es tu tarea aquí?
Antes de partir de la Tierra, hacía ya años que se había cernido la debacle sobre suelo sagrado, y aun ninguna de las confesiones mundiales pudieron ya contener la acumulación de poder que habían concentrado durante milenios. Y no lo usaron bien. ¿Las tinieblas se habían apoderado de la Luz? No... La respuesta es mucho más simple. El ser humano no pudo dejar su lado oscuro. Aquí, en el Nuevo Hogar, tenemos una oportunidad de regresar a la Esencia Divina, a nuestro lado mejor, al Camino que es Camino y es Vida.
Y ¿cuál es el camino que lleva al Camino? No, no es una sola ruta. Piensa, Conan, debe ser simple la respuesta. Todas las respuestas que uno necesita siempre son simples. Veamos. ¿Qué tienen en común un niño musulmán, un niño cristiano, un niño hindú, un niño zoroastriano, un niño judío, un niño budista, un niño de Meher Baba? Bueno, a todos les gustan los deportes. Pero algunos tienen problemas físicos y no pueden practicarlos. ¿Entonces? A todos les gusta jugar. Eso es. La vida es un juego, y ellos pueden aprender jugando el maravilloso juego de la vida.

Enero 5 de 10779. Para poner en práctica. Llamar al señor Stowe, de la fábrica de juguetes de Eternia. (0431) 2152-8910, de mañana.

Gloria a Dios. ¿Juego de mesa? Puede ser complicada la producción. Los reglamentos pueden tener lagunas involuntarias, aunque alguien de Toy World puede ayudar con ideas y experiencia. Tal vez un juego con naipes. Juego de naipes... ¿Como el Solitario? ¿Por qué no inventar uno que se llame Solidario? Un juego en el que los niños aprendan a compartir, y con la solidaridad, la generosidad y la bondad todos salgan ganando. Tendremos que rompernos la cabeza; tendremos que romper la vieja cabeza que trajimos de la Tierra e inventarnos una nueva. En fin, para eso hemos venido a molestar a los buenos Tillung de este planeta.

Enero 14 de 10779. Invitar a los hijos de las familias Prokow y Castillo, luego de la escuela.

Gloria a Dios. Los niños podrán enseñarnos el camino hacia el Camino. Dejad que los niños vengan a Mí, dijo el Señor Jesús. Oh, Señor, deja Tú que sean los niños quienes me ayuden a encontrar el modo de cumplir mi modesta misión, la manera de aportar mi grano de arena para cambiar el rumbo de esta humanidad anhelante.
Nikolas y Piotr Prokow, 8 y 9 años; Horacio y Sixto Castillo, 9 y 10 años. Niños sanos, inteligentes, buenos, buenamente traviesos. Llenos de amigos. Buenos creyentes. Ellos sabrán comprender lo que quiero hacer con este juego; ellos lo inventarán, no yo, que daré una idea vaga. La inventiva infantil es irreemplazable. Pedir a la hermana Elizabeth que prepare chocolate y alguna torta. Y ellos serán quienes divulguen el juego. ¿Quién necesita a los mercaderes? Será, tendrá que ser, con naipes. Cualquiera tiene naipes en la casa. Los mercaderes que hagan negocio con otra cosa.

Enero 16 de 10779. Pensamiento.

Gloria a Dios. El frío es conmovedor. La feligresía vino al templo a buscar el calor del Amor Eterno, pero también a disfrutar de los buenos leños del hogar de la parroquia. Está bien. Que vengan por lo que quieran, pero que vengan. La unión hace la fuerza; con esa fuerza podremos abrir las Puertas del Cielo y entrar todos juntos. Los Prokow y los Castillo están encantados de que sus hijos vengan a formar parte de mi experimento. Tengo que acordarme de darle al señor Castillo los manuscritos del libro nuevo para que los lleve a la editorial. Si todo sale bien, tendremos un poco más de dinero para financiar el Congreso Educativo Interreligioso. ¿Me recibirá el Rey de la Geólide?

Febrero 18 de 10779. Acción.

Gloria a Dios. ¡Gloria a Dios! No duermo desde hace tres días, pero vale la pena. El Solidario está extendiéndose sobre la faz del planeta. El rey Magnus de Antrópolis Magna tuvo a bien invitarme a visitar ese espléndido país, y también se aficionó al juego, usándolo con su pequeña corte como relajante mental. ¡Fantástico! Gracias, Dios mío. El juego se popularizará y la enseñanza podrá establecerse en los corazones de todos. La gente de Didaskalia quiere que siga dando charlas en Antrópolis sobre la bondad como base de la educación primaria. Pero mi tarea está en la Geólide. De paso, seguiré pensando que soy un pobre sacerdote y no una estrella de cine. El viaje fue demoledor. Y a los antropolitanos les gusta tanto conversar. Conferencias, radio, televisión. Grandes conversadores, grandes lectores, grandes escritores. Y grandes trasnochadores, también. Quiero dormir y no puedo. Estoy pasado de sueño y de frío. Brrr. Zzzz.

Febrero 24 de 10779. Expansión.

Gloria a Dios. Mañana otra vez el avión. El rey de Antrópolis finalmente financiará el Congreso. Veremos si se puede negociar que se haga en la Geólide. Hablar a las editoriales educativas al llegar a Antrópolis. Averiguar si tienen sucursales o representantes en Eternia. Nueva idea para nuevo libro. Veamos por el método socrático. La educación es laica. Dios es Uno, por lo tanto, la espiritualidad también debería serlo. Pero las religiones quizá han estado dividiendo la espiritualidad. ¿Cómo educar laica y espiritualmente? Desarrollemos la idea en el primer capítulo y en los siguientes pongamos ejemplos de todas las culturas conocidas. No pongamos barreras. El Amor debe estar sobre todas las cosas.

Mayo 30 de 10779. Dicha.

Gloria a Dios. Todo fue un éxito. También aquí, en la pequeña Didaskalia, donde pudimos construir casas a dieciséis familias sin hogar. El Solidario y el Congreso están dando sus primeros resultados concretos. Los cristianos y los amigos de otros credos se han reconocido como eso, justamente como amigos. Hasta los masones, los rosacruces, los teósofos, se han acercado. Todos nos hemos unido en las obras concretas, todos con el interés desinteresado de hacer el bien, porque hacer el bien es hacer el Bien Común. Parece mentira: Todos los credos que en la Tierra tenían “poder”, hoy y aquí no son más que comunidades igualadas por la modestia, pero espiritual y aun socialmente resultan más útiles al cuerpo colectivo y a los individuos que nunca en su historia. ¡Y en tan poco tiempo!

Junio 22 de 10779.

Gloria a Dios. Heridas en las manos, músculos fatigados, ojeras espléndidas, peso perdido. ¿Qué más puede pedir un siervo de Dios? Ayer terminamos la última de nueve casitas más para los pobres de Gurga. No conocía Gurga. Una zona rocosa, al Este del país, con pocos recursos naturales. Y allí se quedaron esas pobres almas, buscando vaya a saber qué paz o qué tranquilidad, lejos de los grandes centros urbanos. Pero el último invierno les recordó que el sustento diario no es solamente la paz y la tranquilidad. Las nueve familias tendrán un buen techo abrigado el invierno que viene, en las cabañas de madera que construimos, y también trabajo, gracias al taller que instaló nuestro rey Markus. Qué buen momento pasamos con el monje budista Rysang Kindronesh, el rabino Maurice Weintraub, el sheikh Omar Almanzur y yo, luego de dar el toque final a esa cabaña. No tenemos idea quiénes irán a vivir allí, pero sé que podrán escuchar por mucho tiempo los ecos de nuestras risas, de nuestras historias contadas alrededor de la improvisada mesa de té compartida a diario; seguramente los futuros dueños de ese hogar sentirán que de ser perfectos desconocidos terminamos siendo grandes amigos gracias a ellos.
Y gracias a Dios, claro está.

Julio 17 de 10779. Idea.

Gloria a Dios. ¿Será posible? Escuché en una radio de Antrópolis que el rey Magnus I quiere terminar con la Era de la Economía e inaugurar la Era de la Educación, eliminando el uso del dinero. ¿Habrá jugado demasiado al Solidario? Si lo logra, realmente este viaje intergaláctico habrá cumplido su misión. Recordar bautismo de la bebé de los Pigliani. Sería bueno escribir un libro con ideas que apoyen el proyecto de Magnus I. Será cuestión de hacerme un tiempo diario para dedicarlo a la escritura. Delegar los asuntos parroquiales no me gusta, aunque el recién llegado Padre John, siendo tan joven, parece tan competente y dedicado. No sé. Quizá no haga falta preocuparse por adelantado. Mis libros anteriores salieron solos; sospecho que abordar un tema tan complicado como la economía escapa a mi frugal entendimiento, pero sí debo reconocer que me haría muy feliz terminar con la pobreza, la injusticia, la desigualdad. Magnus de Antrópolis ya está teniendo problemas con algunas personas temerosas de perder el poder que todavía tienen, sobre todo fuera de ese noble país. Sin embargo, el monarca parece tener lo que hay que tener para no dejarse dominar.

Noviembre 6 de 10779.

Gloria a Dios. Hoy pude dar de comer a 96 niños y niñas del pueblo de Oestsu, a 30 kilómetros de Eternia. Nuestro rey Markus no pareció muy feliz cuando con su corte pasó hacia el puente que iban a inaugurar. Seguramente debe haber adivinado que es mi forma de apoyar el proyecto de Magnus I. Ambos monarcas no son enemigos, pero la idea desaforada del antropolitano ha provocado un alboroto importante en todos los gobiernos de Géminis. Todos tiemblan, salvo los pobres, los marginados, los hambrientos, los desocupados que esperaban tener un futuro mejor en este planeta. Ayer un hombre de Bistso, aldea vecina a Oestsu, me dijo que en la Tierra era un comerciante despreocupado, pero había dejado todo por venir a esta aventura. Y ahora se había convertido en casi un pordiosero. Lloraba el hombre. Lloraba con lágrimas amargas, acaso las más amargas lágrimas que puede llorar un hombre de 40 años que debe alimentar a una familia. Afortunadamente pudimos con el Padre John conseguirle un buen trabajo en Didaskalia. Este chico John es veloz para las relaciones públicas y los negocios. Quizá pueda ayudarme con mi libro. Ya es muy útil como Bolsa de Trabajo ambulante y como negociador con los proveedores. Su confesión del Domingo último me sorprendió. Es increíble que no esté trabajando en una empresa importante de Eternia, o aun de Antrópolis.

Diciembre 12 de 10779.

Gloria a Dios. No, Amado Señor, no me pidas que descanse. No envíes a Tus médicos a decirme que debo tomar reposo alguno. No, no, no. ¿Qué descanso tuvieron alguna vez Tus siervos, quienes ahora comparten la Gloria contigo? Releo lo que escribí a principios de año, el 3 de Enero. Puse todos Tus Nombres, al menos los que pude conocer. Cada vez que Te hiciste Carne, sufriste infinitamente, más allá de lo imaginable; más allá de lo meramente físico. Y Tus Siervos, Tus Apóstoles, Tus Discípulos, o Tus Mandali, tampoco conocieron el descanso. Ninguno de ellos comió más que el bocado que Tu Gracia pone en mi boca cada día. Y ellos eran felices y todo el mundo se conmovía al verlos tan felices con nada de este mundo y con todo del Tuyo. Todo el mundo se conmovía al ver en sus rostros la Victoria eterna. Así que te suplico, Señor, no hagas que resigne tiempo que tampoco es mío sino de Tu Pueblo, el de los humildes.

Diciembre 15 de 10779.

Gloria a Dios. Está bien, está bien; acataré Tu Voluntad, Amado Señor. En mi estado no puedo ser útil ni a Ti ni a mis hermanos. Afortunadamente enviaste en Tu Misericordia al Padre John, cuya muy irlandesa cabeza no es menos dinámica que su corazón, la una para las cosas del César y el otro para las de Dios. Está bien, entonces: Descansaré, comeré, dormiré. No más Brrr ni Zzzz. Eso, creo, alimentó una incipiente egolatría de la que abomino con rápida repugnancia. Soy un simple ser humano, no un superhombre, y haré sólo lo que esté a mi alcance. Prometo cuidar este cuerpo que me diste para Tu servicio. Esta generación conoció cosas increíbles: Un viaje intergaláctico de casi 9.000 años; seres extraterrestres, los simpáticos Tillung; también conoció lo que es tener una edad de cuatro dígitos, aunque la experiencia de vida apenas pase de una vida común de dos dígitos. Pero, ¿qué estoy diciendo? ¿Es que no alcanzó con la experiencia acumulada de miles de generaciones de seres humanos? ¿Es que el Hombre, a través de los siglos, ha ido contrayendo paulatinamente una creciente estupidez insalvable? No, definitivamente.
La prueba está en el proyecto de Magnus I en terminar con el dinero y la Era de la Economía. No sé si se logrará llegar a la Era de la Educación en esta generación o en la siguiente, o dentro de muchas, pero el primer paso serio está dado.
Gloria a Ti, Señor, y que eso ocurra pronto.