lunes, 22 de agosto de 2011

LÍRICA

EL POEMA, EL POEMA

Un poeta se muere de frío en un bar de La Plata
Bebe un ajenjo invitado por alguien que no recordará
Y mira taciturno la noche desierta por la ventana empañada.
Borges lo observa como si lo escuchara
(y en efecto, tal vez ya haya pensado un verso).
La lucha es desigual, pero al poeta no le importa
Cuando faltan las monedas sobran las palabras
Y él tiene hambre de un poema nuevo.
En su casa lo esperarán algunos amigos
Que habrán entrado sin tocar la puerta, y que tal vez se vayan sin dejar una nota
Al poeta no le interesa otra cosa que los ángeles que dejen
Para que cuando al volver un papel cualquiera le deje nacer su poesía.
Es casi de mañana y apenas puede moverse
El viaje es largo pero el destino es cierto
El porteño que lo acompaña apenas ha bebido
Pero el poeta jura jamás revelarlo.
Recién a la tarde duermen cuando la tarea está cumplida
En cualquier lugar libre de la casa, abrigados por las caricias de las musas.

CONGRATS

Cien felicitaciones,
doscientas felicitaciones,
trescientas cincuenta felicitaciones.

Has logrado evaporar el mundo y quedar a la vista
tú sola, lumínica piel plateada,
contra la solitaria oscuridad reinante del Cosmos.

Cuatrocientas veinte,
quinientas treinta y cuatro felicitaciones.

Pudiste romper el hielo tibio de la rutina
y enamorar al movimiento
y hacer que todo baile sin pensar siquiera.

Te felicito,

regresaste las palabras a su lugar de pertenencia.

BAJO EL ROBLE II

Ruido de calle, pastito, gente,
algún perro.
Luz natural moderada y sin cortes,
Me duele un poco el alma, pero enseguida pasa.
Uno se sienta ahí y espera
a que la decadencia se diluya solita.
Hubo quienes creyeron que estaba enfermo
pero perdieron. Ando bien conmigo.
Claro, Laura no apareció más
y dejó Dios sabe dónde mi alegría
(estas minas son tan desordenadas...).
La historia no termina aquí.
Sigue en los contrastes que producen
mis mundos con el mundo de afuera,
el de los autos, el del pastito,
el de la otra gente.



TRÁNSITO URGENTE HACIA LA MEDIANOCHE

Allí, justo donde las victorias mueren,
donde se refugian los rescoldos de la felicidad,
allí donde nuestro pasado no fracasa
estamos conversando, vos y yo,
de bueyes perdidos, de cosas diarias,
de Schiller, de Marx,
de Spinetta o de Dios(un viejo conocido nuestro).

En la casa de alguien, en un café,
podríamos mirar, entre Parisienne y Parisienne,
a los bobos apurados que nos miran,
a su vez,
sorprendidos por nuestra tranquilidad.
La charla sigue, calma como las penumbras
de un espíritu, como
ese sereno aroma de tu Musk
sobre "Melody Broadway 1974". Qué sé yo.
Cada uno por su lado, tarde,
regresó o se fué,
pero tengo la impresión de que el planeta, sin vos,
me quedó un poco holgado.
                                            A Rosana, 1987.




SILENCIO INTERIOR

Plic, plic, las ideas caen como gotitas
adentro de mi foso de agua.
Plic, plic. Estoy tranquilo y bien.
A veces hacés rugir el mar
y otras no, otras
sos una dulce canción en las sombras.

Woosh, woosh, entre los arces
los robles y los pinos,
formaron cooperativamente una alfombra
de hojas rojizas. Son mis sueños
cuando sueño con vos.
Woosh, woosh. Estoy calmo.
A veces sos el vendaval del bosque
y otras no, otras
sos las oscuras nubes de mis buenos días.



PLEGARIA A DESTIEMPO

Menos mal que me cansé, así me daba cuenta.
Viví demasiado tiempo fuera de mí,
tragándome heladas e insolaciones
resfríos del alma por las fuertes lluvias
sin mencionar los riesgos de accidentes y atracos.

Hoy estoy de regreso, adentro de mi vieja cabaña
de pisos y paredes de troncos antiquísimos
menos mal que me quedó algo de leña para el fuego.
No terminé de sacudirme la nieve de encima,
pero estar en casa siempre es algo bueno.
Reflexiono sentado ante la hoguera amiga
entre un tabaco y un alcohol que reconfortan.

Allá afuera, fuera de mí, vi de todo:

Gente que tutea a Dios como si fuera un pariente;
vi tarados que creían que la Patria había sido
escriturada a su nombre, y mandaban a matar o a morir
(o a gritar en plazas y estadios) a gentes más necias aún.
Oh Señor del Universo, hágame un favor,
ponga a esos tipos un poco lejos de mí.
Vi a los poderosos y a los que cuya vida terminaba
en objetos referenciales de su status.
Yo tengo esta casa pero yo este auto
vo veraneo allá y yo tengo cuenta en tal Banco.
Hombres y mujeres de plástico, oh Altísimo Señor,
que no parecen hijos Suyos.
Muchas veces creí estar hablando con tapas de revistas
porque siempre las respuestas eran monosílabos
                                             ///de silencio.
Figuración, estimado Creador,para tapar la
                                             ///inocultable mediocridad.
Es más fácil vivir de frases hechas, 
                                            ///públicamente aceptado,
que renegarse ante los hipócritas buscando la Palabra.
Mire, Dios, lo único que puedo ofrecerle es un mate cocido
(espero que Le guste)
pero le aconsejo que lo acepte antes de meterse con ésos
que le van a amargar la Eternidad.
Todavía van a querer encajarle tarjetas de crédito, 
                                              ///viajes de turismo en cuotas,
quizá quieran afiliarlo a algún partido político y
(líbrese Usted a Sí Mismo)
hasta quieran convencerlo de que la felicidad, al fin y al cabo, es conquistar a la teñida de turno en una 
                                                      ///playa artificial.
Recuerdo haber visto durante el viaje por afuera
a los indolentes que creen que la vocación es subversiva
y se tiran a tomar agua tibia en un trabajo seguro.
No haría nada mal, señor Dios, si manda a ésos al 
                                                      ///infierno.
Vi a los fanáticos, a los perfeccionistas, a los elitistas,
a quienes no les interesa más que la ganancia
la ganancia la ganancia.
Ojo, que Usted tiene unos cuantos de ésos infiltrados en el
                                                      ///Cielo.
Y vi a los violentos, a los intolerantes,
a los críticos con el corazón podrido por la amargura
de no haber sabido nunca cómo se hace para ser aquello
                                                      ///que critican.
Vi a los que gritan para no escuchar la voz de su 
                                                      ///conciencia,
vi a los liberados y a las liberadas,
nadando en una putrefacción de represiones, 
                                                      ///contradicción y miedo.
Una vez éstos me invitaron a darme un chapuzón en su 
                                                      ///fango,
pero dije no gracias
ya tengo bastante con mis propios traumas,
porque quiero ser libre haciendo lo que me gusta
y no ejercer constantemente
la falsa libertad de hacer lo que los demás deploran.

También pasaron ante mí
oh Sublime Hacedor y mi Único Superior,
los egoístas los fanfarrones, los incrédulos y muchos otros
no menos peores que los anteriores.

Pero también vi cosas tan lindas e indescriptibles
que ya ve Usted, volví a mi vieja casa interior
y redescubrí la felicidad de esta charla,
tantas veces postergada.

Ah, perdón, quiero decirle, don Dios,
que ya le acomodé un catrecito junto al fuego.

                                                   20-7-90
                                              A mi mejor Amigo.

TODA LA NOCHE

Te miro
y miro el cielo
pues ambos son misteriosos y bellos
hay una joyería en cada noche
y en cada palabra un corazón que late.
No quisiera irme de aquí
porque fuera de esta charla todo es inútil
mundano y vacío.
Tengo un silencio para darte:
un pequeño caos de sentimientos y una esperanza.
Pruebo de la copa del impulso nuevo
la nueva juventud disipa las sombras del alma
hoy parezco renacer en tu vientre
o en tu sonrisa.
Vamos,
los secretos planetas esperan
hemos de rendirles nuestras horas
para que el Orden exima del olvido
una probable y esperada unión de nuestra sangre.

AMIGA

Vengo de siempre
mi tiempo es todas partes
puedo hablar con vos siempre que quieras.
El fuego de los leños está presto
el otoño silba en el sabor del viento
que lame paciente el dorado de las tardes.

No hay oro que nos compre
ni nos urge la clepsidra
un mínimo café o un mate circulante
revela en la penumbra la luz de las ideas.

Ah las cosas los dioses muertos
y la música, la vieja música
que embriaga las almas puras.

Un amor visceral flota en el aire
entre los humos verticales del incienso
el amor de las páginas gastadas
de nuestros libros sagrados
y quizá de uno nuestro.

El poder de nuestro cincel es fabuloso
vos maga yo alquimista a fórmula correcta
han venido a visitarnos en todas formas
Homero, Baudelaire, Borges, Neruda.

Ah tus anaqueles ah tu piel
inequívocos premios de mis días.

LETRAS

Cuando todo se creía perdido
apareció, salvadora, Humanidades.
Nos devolvió la brújula, el destino,
la belleza, la noche y el coraje.

Nos trajo la humedad de sus paredes,
el café y el poema y los amigos,
y el modo de existir de aquellos seres
eternos y mágicos: los libros.

Hallamos consuelo para el alma:
la ignorancia circundante de la calle
se extinguió entre el humo y las palabras.

Sentimos que el mundo es otra parte
y nada nos afecta en esta cuadra
que tiene algo de Dios y algo de madre. 







DESPUÉS LE PONDREMOS TÍTULO

A desmaquillarse, ha sonado la hora rabiosa,
Ha sonado la hora brutal de subir al escenario.
La ceremonia tiene cien generaciones pero es siempre nueva.
Ellos son los impostores del naufragio;
Ellos, los que se escarban los dientes con páginas de Peterson y Smith;
Ahí están, intuidos por una marea de devotos
Y temidos por los dueños del escándalo:
Las luces se han encendido.

A veces la noche se deja seducir y les ofrenda otro himno,
Tal vez desde lo Alto se les ofrezca el Paraíso,
Pero a ellos les preocupa más si ha quedado otro chorizo en la parrilla.
Así son, rebeldes como los pescados del Arroyo Guaminí;
Héroes de la siesta, emanaciones del fondo de una damajuana;
Así son, ácaros fieros de sus muchos libros amados.

Que se encienda la hoguera de máscaras,
Ellos son la verdad de la fantasía y no las necesitan.
Mirá vos, quién diría que una buseca produciría la Piedra Filosofal.
Sin embargo, ni siquiera los urge el cilíndrico recipiente,
Pues sólo están atentos a tus latidos.

Sólo puede arrullarlos una danza de caranchos sin rumbo;
Sólo puede atraerlos la pestilencia de tu suerte;
Nada los conmueve más que la locura en celo.
Y de ahí en más, tan inolvidados como inolvidables
Siempre al borde de una alborada lagañosa
Y con un delirio más en el bolsillo.

Ya de tanto pensarlos se han hecho reales
(acaso en el futuro asusten a los niños con sus historias)
Por eso no vuelve a crecer la hierba en cada tablado que 
                                                             ///pisan.
Vean, ahí están, esas luces neblinosas más allá
                                                             ///de la platea;
Esas voces arbóreas que crecen con el tiempo.

Que suenen las trompetas celestiales y el Tambor de
                                                             ///Tacuarí:
Allí vienen Los Gancedos.





EXAMEN DE PRESENCIA



Soy uno, soy nadie, soy cualquiera.

Pero me define lo que tengo en este mundo:

El sonido del viento en la playa en la punta de mis dedos,

Un pasaje abierto para descubrir mi casa

En el corazón de quien me quiera;

Una puntada sin hilo,

Una canción para cada momento,

Una rebelión a favor,

Estas palabras,

Este vino,

Este pan,

Dios.



A cada instante pienso que esta vez podría ser,

De vez en cuando creo que tal vez más tarde,

Incluso afirmo ahora o nunca,

Pero la verdad es que siempre.



No me preguntes quién soy,

Jamás lo sabré.

Puedo en cambio decirte porqué soy:

Por este cielo gris, por esta llovizna fría,

Por este fuego apagado y por estos recuerdos

Que avanzan desde el mañana.

Por esta guitarra fiel, que me cuenta todo.

Por ustedes, los que están aquí adentro.



He sido aquí y he sido allá,

Y otros sitios que ya no existen.

No sé si es prudente definirme por el nombre de una sola calle,

Pero si en una sola de sus piedras está la llave del nombre que busco,

Toda geografía estará justificada.


CUENTOS

EL MILAGRO ALEMÁN

 Alemania es oscura. Los faroles del pueblo intentan una cascada de luz, que sólo hace más densa la oscuridad que hay entre ellos. Los trabajadores vuelven a sus casas ignorando el frío del otoño incipiente, gachas las cabezas coronadas por una gorra vieja. Los zapatones de trabajo ya no resuenan sobre el empedrado; ambos están sumamente gastados.

         En alguna calle del pueblo, no necesariamente la más transitada –acaso una transversal– hay un Kneipe que queda abierto hasta tarde para aquellos que necesiten apagar la sed con una cerveza o acompañar un cigarrillo con un Schnapps de aguardiente. Las entradas de estos pequeños establecimientos son discretas, y la luz que necesitan para anunciar su presencia no molesta a la atmósfera. El de este Kneipe es un caso ejemplar. Los parroquianos saben que entrar allí significa escuchar casi las mismas conversaciones todos los días: hay uno que siempre habla y uno que siempre escucha, pero las voces son quedas, sin risotadas latinas ni confesiones personales.

     En algún momento ha llovido; o en algún momento no ha llovido. Las calzadas están brillantes, pero queda claro que los desagües funcionan bien: en ningún lugar se ve agua acumulada. La humedad del ambiente, sin embargo, es poca, y lo que se respira es un aire de corteza mojada, pues los densos bosques nunca están muy lejos. Es un olor alcalino en las tierras ácidas; es un olor que han dejado los castillos medievales y el silencio del ambiente.

      Cuando nieva en el pueblo, las calles parecen convertirse en el patio trasero de las casas; todo se empequeñece y parece íntimo. Por grande que sea el lugar, todo dará la sensación de interior, de espacio cerrado. Ahora no, porque es otoño y el frío de verdad no ha llegado aún. Hoy ha llovido, como siempre, y la sensación espacial es a la inversa. Cuando llueve en el pueblo el aire parece ser más ancho, parecería que uno tarda más tiempo en llegar de un punto al otro. También está la sensación nocturna de que la calle mojada quiere retener los pies en un solo lugar, hasta que uno no pueda moverse más. Pero es sólo una sensación, y al llegar efectivamente a destino, uno se siente algo estafado por un lugar que no ha cumplido con su amenaza.

     Un trabajador cualquiera, de entre los que regresan, tiene una de sus manos guardada en un bolsillo de la chaqueta gruesa. En la otra mano lleva la caja metálica en la que todos los días guarda su almuerzo: será un resto de la cena anterior o, si hay suerte, un Brotchen comprado al amanecer en la panadería del pueblo, con algo de queso o una salchicha.

      Llega a la pequeña casa construida por el Gobierno de posguerra, y lo recibe su mujer. Lo saluda sin una sonrisa, pero no sin amor. Han llegado a hacer del amor un hecho privado, comunicable en hechos claros antes que con palabras. Ella ha preparado la cena, con esmerada economía, y lo ha esperado fumando un cigarrillo. Nota que él está agotado, pues él sí le sonríe con sus últimas fuerzas. El acero o el carbón no perdonan a los débiles, pero él siempre resiste un poco más. Ella, finalmente, también le sonríe no sin un dejo de timidez, apaga la colilla y le avisa que ya le preparó el baño.

        Cuando él vuelve de la ducha rápida, ella ya ha puesto la mesa. Comerán en silencio sopa de patatas y coles, y algo de pan de centeno. Él sabe que el sábado, posiblemente, haya una botella de cerveza en esa mesa, y se entusiasma. De sobremesa, una vez que todo ha quedado ordenado y limpio, se acercan a la ventana para compartir otro cigarrillo. El aire fresco les da una buena excusa para mirar la calle abrazados. El silencio oscuro es perfecto. No hay nadie bajo los faroles, salvo el resplandor fantasmal de las ventanas desbocadas por un televisor. Ella le pregunta cómo le ha ido en el trabajo; él le responde que bien, sin detalles. Ella le comenta que tiene una posibilidad de comenzar a trabajar en un comercio que va a instalarse en el pueblo. A él le parece bien, pero toma la noticia como lo que es: una probabilidad. Ya habrá tiempo de ponerse contento cuando todo se concrete.

     Una llovizna leve como un spray comienza a mezclar la penumbra con los haces de luz amarillenta. El empedrado decimonónico vuelve a cobrar reflejos de joyería, como compensando las estrellas que casi nunca pueden verse en el cielo.

      Ella le toma las manos enormes, endurecidas, ya no sanas, ásperas y sin la rústica delicadeza que tienen las de ella. Ésas, las de él, son las manos que proveen, son las manos que arreglan lo que haya que arreglar en la casa; y son también las manos que le dicen a su piel, en el salvaje idioma que pueden, cuánto la ama. Ella besa esas manos, rápidamente, y lo mira a los ojos. Ha llegado la hora de ir a dormir, y conservar la energía para otro día de trabajo, tal vez para que el sábado valga la pena.

          Ambos se abrazan un momento antes de quedarse dormidos. Escuchan el silencio del pueblo, apenas matizado por las gotas de agua sobre el doble cristal de la ventana, pero también sienten lo que sus corazones expresan a través de ese abrazo. Saben que en la existencia no hay mucho más que eso: ninguna vida ha sido verdaderamente exitosa sin ese dulce vértigo en el pecho; no completamente, sin ese calor entre los brazos, sin ese encuentro al final del día.


GATO ENCERRADO

(Este relato comienza la novela Espacio, Ciudad-Estado)

El joven Simón el Taciturno no tenía relación familiar alguna con aquel rey de los Países Bajos del siglo XIX. Pero era taciturno, lo había sido desde casi un bebé, y de nada valieron su profunda sabiduría, su agudo poder de observación, su sagacidad imperturbable. Era taciturno, y hasta melancólico a veces.

Un día el padre le dijo: Hijo mío, hoy es el día de tu decimoctavo onomástico. Ea, levántate de la horizontalidad de tu amplio lecho, y ve a emitir tu opinión de ciudadano de esta grande y próspera nación.

Simón el Taciturno obedeció a su padre en silencio, mientras toda la familia, todos los sirvientes de la casa y el dios doméstico lo miraban, abrazados entre sí. El dios doméstico, que se llamaba Doméstico, se sentó en un puff y comenzó a mascar unas uvas. Le encantaban las uvas.
-No olvides tus abluciones matinales, oh joven Simón el Taciturno –le dijo el dios de piel mestiza.
-Mh –respondió el muchacho, mientras se mojaba el rostro y las manos con el agua fría de una palangana.
-Aún no ha despertado del todo –lo justificó el papá.

Simón el Taciturno recibió de manos de la vieja cocinera de la familia un paquete con algo de comida para el camino, de su padre recibió una bendición solemne, de su madre una mirada de orgullo y de sus hermanos menores una de admiración; Doméstico, desde el patio, le gritó mientras orinaba su fórmula mística de protección. Simón el Taciturno inclinó su cabeza agradecida mientras su lacayo personal le acomodaba la túnica de seda, y luego se marchó.
Cuando salió el sol, una fresca brisa de primavera lo envolvió en una sensación de que los destinos de Espacio, la ciudad-estado donde vivían Simón el Taciturno y los demás, estaban en sus manos. Quizás eligiera ser estadista cuando terminase sus estudios. Sí, tal vez ser un gran estadista, un estadista famoso, de esos cuyos nombres la historia registra con honores.
Entre su casa y el primer obelisco había una gran plaza (unos setenta kilómetros cuadrados cubiertos con lajas de granito blanco); luego, diversas formas poliédricas o esféricas de mármol iban marcando con sus gigantescas figuras el camino hacia la Casa del Elector, cuya entrada encolumnada era precedida por las Pirámides de los Pensadores, el Monumento al Compás y la Fuente de los Prodigios. Al nacer, Simón el Taciturno había sido bañado en esa fuente y todo el mundo asegura que por ese solo hecho el chico había salido tan prevenido en un número de materias.
Al llegar, sintió que estaban esperándolo. Sabía que detenerse bajo la fresca sombra del Decaedro de la Quintaesencia para comer algo de queso y pan, equivalía a un retraso considerable. Pero ya era media mañana y –recuérdese- no había desayunado nada. Juliana, la cocinera, había olvidado darle bebida, una imprudencia sobre la que tendrían que hablar al regreso, pues a mediodía, en esas latitudes y en aquella época del año, el sol puede volverse peligroso, como todos sabemos.
Los cuatrocientos noventa y tres fiscales se pusieron de pie con desgano, haciéndole notar su falta de puntualidad. El presidente de la mesa no se inmutó; siguió revisando unos papeles con fingida preocupación. Sin levantar la vista, preguntó:
-¿Simón, hijo de Cosmético, bajo la égida de Doméstico?
-Soy Simón el Taciturno y también conocido por la genealogía que tú has dicho, oh señor de la sagrada urna.
-El documento, por favor. ¿Un café? ¿Té? –preguntó el presidente, por pura formalidad.
-Una gaseosa estaría bien. El camino ha sido largo. –El presidente inclinó la cabeza hacia el telecomunicador y repitió el deseo del joven elector. En instantes apareció una bonita azafata, en traje de odalisca, quien le extendió a Simón el Taciturno una bandeja de oro puro, en la que había una lata de Pepsi helada, un vaso con hielo y un par de gajos pequeños de limón, un recipiente de porcelana con maní salado y un par de servilletas de papel.
Un amplio sillón con orejas fue dispuesto para Simón, y una mesilla de servicio a su derecha, en la que el refresco fue depositado. Cuando el muchacho se acomodó, un sofisticado sistema de sonido fue instalado para que su voz fuese escuchada no sólo en el gran salón, sino que además se transmitiría a todos los hogares de Espacio.
Era una gran responsabilidad para el chico, evidentemente. Pero no se dejó arredrar.
-Joven Simón el Taciturno, en el nombre de las sagradas costumbres de esta ciudad-estado, y en el de los ciudadanos que la habitamos en paz y con bienestar, te ruego, te suplico, te ordeno que elijas el nombre del sucesor del actual Director de los Destinos de nuestra patria. Piénsalo seguro, piénsalo sereno; mis fiscales aguardan con paciencia indeclinable; yo estoy solamente al servicio de la tierra que nos vio nacer.
Simón el Taciturno, fiel a sus hábitos, respondió: -Mh.
Y comenzó a pensar.
Cuatro horas después, los fiscales carraspeaban con educación, el presidente se abanicaba con el documento del elector y le preguntaba si necesitaba algo. Simón el Taciturno se limitó a tocar la lata vacía de Pepsi. La odalisca anterior, que era más linda, ya había terminado su turno, y en su lugar vino otra que era más ficticia en sus movimientos y además tenía mal aliento.
Como a las seis y media de la tarde, Simón el Taciturno dictó una conferencia sobre la relatividad de las convicciones del hombre, y cómo puede ser afectado el destino de una nación por circunstancias pasajeras en manos de un soberano sin un proyecto sólido.
A su término, antes de la hora de comer, el presidente dijo:
-Ah, no. Ah, no. Si ya empezamos con las justificaciones… ¿Quiere algo de comer?
Simón el Taciturno notó que las miradas de los fiscales y sus secretarias y asesores, y también las de los periodistas presentes, se habían convertido en un solo ruego fiero. Simón aceptó un cuarto intermedio. Pidió (luego de dudar un buen rato) pollo al horno con papas, un Charlotte de postre y otra Pepsi. Quizás un café posterior para despejarse.
Hacia las dos de la mañana, se puso de pie y anunció que tenía formada una opinión de lo que podría llegar a ser su voto. Los periodistas comenzaron a hablar frenéticamente a sus empleadores, los fiscales comenzaron a programar reuniones secretas de emergencia para tratar el caso; el presidente se limitó a encender un cigarrillo inquisitivo.
-¿Y bien? –se limitó a preguntarle a Simón el Taciturno, con fingida indiferencia. Sin embargo, el muchacho notó que estaba nervioso.
-Me elijo a mí mismo. Yo seré el siguiente Director de Destinos.
Los fiscales colapsaron las líneas telefónicas en un instante; los periodistas, eufóricos, gritaban ante sus micrófonos y ante sus cámaras. Algunas secretarias, aquí y allá, lanzaban grititos.
-¿Está usted seguro? –preguntó el presidente, luego de lanzar una bocanada azul. Su piel era de color gris.
-No diga usted eso. La falta de fe derrumba montañas.



LA VENUS DE LA BOCA

Aladino Sobral era el mejor escultor del barrio. Cuando yo era chico había unos cuantos en La Boca, ese querido barrio de Buenos Aires, y todos eran reconocidos en el país.
Aladino, un día, consiguió que le enviaran un bloque de mármol de Carrara, y a él le dedicó un año entero, encerrado, secreto; obsesionado con su próxima obra: La Venus de Milo, pero entera, con brazos, con todos los detalles posibles.
El artista trabajaba mucho, y apenas comía o dormía. Todo el día se escuchaba el tac tac de la maza y el cincel. Luego, el murmullo parejo, cuidadoso, de las herramientas menores; y al final, la lija, y luego el paño de lustre.
El día en que terminó, tapó a la Venus con una lona limpia, y se fue a caminar al río, bajo la luz de la luna. Hacía un año que no hacía eso.
Al volver, más despejado y lúcido que nunca, subió al taller, y descubrió a la Venus. Estaba tan hermosa, tan pura, tan mujer…
Le dijo a su creación unas palabras de bienvenida; le susurró al oído otras palabras tiernas, y finalmente (total, estaba solo) la abrazó con algo que él quiso pensar que era sólo afecto.
Aladino cerró los ojos y sintió que su corazón, su viejo corazón generoso, golpeaba suavemente la piel de mármol de la Venus.
Pero los abrió con sorpresa, con horror, con delicia, cuando sintió dos manos suaves que le acariciaban la espalda.

Trató de dominar el pánico, y para ello guardó silencio; las manos quietas, apenas apoyando los dedos sobre la cintura de la mujer de piedra.
-No puedo creerlo... -acertó a decir suave, temblorosamente, con el rostro aún sobre el hombro de Venus. -¿Tienes alguna explicación para esto? ¿Cómo has podido venir a la vida?
-Si yo pudiese explicártelo... No, no es fácil hacerlo con palabras, que son siempre tan avaras. Imagina que fue tu pasión la que me trajo a este cuerpo que hiciste -respondió Venus mientras seguía acariciando la espalda del viejo Aladino, tranquilizándolo-. Durante un año no pensaste en otra cosa que en mí; ni siquiera en el modelo original, sino en mí, cuando todavía era un peñón informe. Ya en ese momento me veías, me adivinabas, me buscabas; luego de darme una forma seguiste aún buscando mi perfección. Y luego de eso, no contento con admirarme como tu propia obra, me viste con una entidad propia, y por eso me diste una bienvenida hermosa.
-Sí, pero... Eres de piedra, ¡y aún así estás viva! Puedo sentir tu respiración en tu pecho, puedo aspirar el fresco aliento que exhala tu boca, puedo ahora jugar con tus cabellos, flexibles aunque de fino mármol... Como si fuesen reales.
-Es que son reales, Aladino. Yo soy real. Soy una realidad que creaste.

Al fin, sus ojos se encontraron y ambos rieron como niños después de una travesura. Aladino ayudó a Venus a bajar de su pedestal y la invitó a sentarse. Previsiblemente, la silla se destrozó ante el peso de la estatua viviente.
-Perdón. Debí prever este detalle -se disculpó Aladino. Venus, divertida, sólo contuvo la risa.
El artista preparó un vestido ligero para su creación con unos lienzos grandes, y ambos se sentaron en el piso. Ella respiró profundamente y señaló que se sentía rara respirando. Por supuesto, había muchas preguntas por hacer, quizá demasiadas, pero ambos decidieron que habría tiempo suficiente para ello. Sobre todo respecto de las cuestiones fisiológicas, pues luego de mencionar el tema de la respiración, Venus sintió hambre y sed.
Venus comió un poco de pan, una barra de chocolate y bebió un poco de agua. La sensación le resultó agradable, y le agradeció a Aladino con un beso: el primero de su vida.
-Es curioso, mi querida Venus. Hay algunas personas que, claro está, son de carne y hueso, pero son tan malvadas o tan indiferentes, que se dice de ellos que tienen el corazón de piedra. Tú fuiste creada de la piedra, pero pareces tener un corazón tierno, más dulce y más tierno que el de muchas otras personas.
-Acaso mi corazón no sea otra cosa que un reflejo del tuyo, Aladino. No olvides que yo soy tu obra.
-En lo externo, Venus, en lo externo. Es cierto que a medida que ibas cobrando forma, yo sentía que mi pasión oscilaba entre una forma y otra. Es cierto también que al fin sentí verdadero amor por ti, pero hasta que nos abrazamos por primera vez, no contaba con que tuvieras una consciencia propia. O un alma.
Dieron las tres de la mañana, y la calurosa noche estrellada era propicia para un paseo por el Riachuelo. Aladino sabía que en una madrugada de miércoles no habría gente inoportuna en la calle.
Venus se maravilló con la luna llena y las estrellas, y Aladino le explicó y le enseñó algunas cosas sobre los cuerpos celestes. Pero a Venus le impactó saber que la estrella más brillante del firmamento tenía su mismo nombre. Aladino ya sabía que Venus era una romántica, y la invitó a subir a la azotea de su atelier para ver la alborada.
Sólo unos pocos cirros a gran altura daban una nota de naranjas sobre el añil del cielo, cuando el sol comenzó a desperezarse debajo del horizonte. Venus tomó a Aladino por la cintura, y él hizo lo mismo con ella. Aladino era un viejo lobo de mar, y había vivido esa escena muchas veces en su vida. Pero en esta ocasión era distinto. Las otras mujeres podrían haber visto o no una alborada luego de una noche de placer, pero se descuenta que pueden haber visto la alborada yendo al trabajo o en un largo viaje. En el caso particular de Venus, positivamente ésta era la primera alborada de su vida por todo concepto. Cuando estaba enfrascado en estos pensamientos, vio que el primer sol del día se reflejaba en las primeras lágrimas de la Venus de La Boca. Ella sólo se limitó a sonreírle y decirle gracias, Aladino.
Aladino se preguntó luego si su obra sentiría sueño o cansancio, de la misma manera que había sentido apetito. También en esta oportunidad el artista se adelantó a Venus.
-Aladino, no me siento bien. ¿Qué me pasará? Siento que estoy apagándome por dentro; mi cabeza me pesa y no puedo tener los ojos abiertos.
-No te preocupes, es sólo sueño. Bajemos al atelier, que también es nuestra casa. Allí podrás dormir tranquila. Luego verás qué bien te sentirás.
-¿Dormir? ¿Qué es eso?
Aladino rio quedamente y ayudó a Venus a acomodarse. Por supuesto, no durmieron abrazados por razones lógicas, pero Aladino acarició mucho a Venus hasta que ella comenzó a respirar profunda, lentamente.
Al mediodía ambos despertaron y Aladino preparó comida. Venus la probó con vino y ambas cosas le gustaron.
Los días pasaron apaciblemente, y Aladino Sobral se dio cuenta de que nunca podría exponer a su obra maestra. Era fácil imaginar el escándalo, la vulgarización, los comentarios, cuando no el riesgo que implicaría exponer públicamente a Venus.
Decidió que sólo la conocerían unos pocos amigos, gente de confianza y probada reserva. Mientras tanto, le enseñó a Venus a esculpir, y también a tocar el viejo piano que había en un rincón del atelier. A Venus le encantaba la música, y en pocos meses ya podía tocar un par de sonatas.
Desde luego, vivían el uno para el otro. El amor fue creciendo mientras compartían su pasión por la escultura, la música, los libros y el vino tinto, por el humor (Venus tenía una risa contagiosa) y por las reuniones nocturnas con los viejos amigos. Aladino seguía dando clases de escultura y pintura en la planta baja, y de vez en cuando vendía o le era encargada alguna obra: Alcanzaba, en aquella época generosa, para vivir decentemente.
Los años pasaron sin sentirse, y una mañana Aladino encontró que el espejo no tenía buenas noticias para él.
Se había vuelto viejo.

La vida con Venus había sido excepcionalmente buena, y sólo ahora descubría que él había envejecido más rápido que su mujer-escultura. Porque Venus, teniendo funciones fisiológicas, también tenía un proceso de envejecimiento, pero éste era sumamente lento. Ella todavía era una joven, mientras que él ya era un geronte.
Un mediodía radiante Aladino murió muy anciano y feliz, tomado de la mano de su amada Venus. Para cubrir las apariencias, un escultor del círculo íntimo de amigos, Carlos Vanegas, hizo correr la voz por el barrio de que él ocuparía la casa-atelier de su querido amigo. La Boca, un barrio bastante bohemio, había cambiado con los años, y quedaban pocos de los vecinos antiguos, por lo que a poca gente le interesó la novedad.
Por supuesto, Vanegas ejecutó esa maniobra para asegurar tranquilidad a Venus. Ella estaba desolada y no sabía qué hacer con su vida extraña, a mitad de camino entre una escultura y un ser humano.
Un día Venus sintió que en su pecho vibraba una canción, una música que no podía desconocer, una melodía que no dejaba de repetirse. Probó en el piano, pero luego de horas de intentarlo, vio que no era ése el camino. A la noche, luego de reflexionar y tratar de escuchar más claramente lo que vibraba en todo su ser, tuvo una visión clara de lo que se trataba todo. Inmediatamente llamó a Vanegas y le pidió que consiguiese para ella un bloque de mármol de Carrara. Vanegas contaba con los recursos necesarios para hacer la compra en forma rápida, y en un mes el bloque de mármol era subido al atelier.
Venus ya tenía listos bocetos y herramientas. Cuando se retiraron los peones, Vanegas le avisó que ya podía salir, y ella comenzó inmediatamente la tarea.
Un año después una estatua, perfecta reproducción de Aladino Sobral, estaba lista. Venus la había esculpido teniendo como modelo una antigua fotografía, cuando el artista tenía 35 años, una edad canjeable por la edad actual de ella.
Cuando finalizó el lustrado, Venus sintió terror. Sintió el hielo del miedo, al pensar que tanto trabajo y tanto amor que ella había puesto en el tallado de la estatua, podía no dar ningún resultado en absoluto. Se quedó frente a la escultura con la mirada absorta, luego le encareció a Aladino que volviese a la vida. Al cabo de unos instantes, frente al silencio de la estatua inmóvil, tuvo una crisis de nervios y le gritó a Aladino que no fuese cruel.
Con llanto incontenible, Venus cayó de rodillas y se postró ante la estatua, ya sin esperanza. Lo único que tenía en el pecho era un dolor que tenía el tamaño del Cosmos. Las lágrimas de piedra caían al piso del atelier con ruidos pequeños, ruidos modestos.

Sólo alzó la mirada cuando una mano de mármol le ofreció un pañuelo, amorosamente.


ANTONINA

Yo la había visto pocas veces, y sólo habíamos intercambiado las palabras necesarias. Los dos sabíamos quiénes éramos y cuánto nos necesitábamos, pero cuando se produjo la Ola todo el mundo desapareció, todo el tiempo se terminó y toda la Existencia pasó a ser una nada oscura, vacía, fría e idiota. Porque Antonina ya no estaba allí, en la Existencia, en el espacio y en el tiempo.

Volví a encontrarla años después, cuando quizá ya no éramos los mismos. Yo caminaba por el parque de la ciudad, un día de verano, uno de esos días que a mí me gustan tan poco, a eso de las tres de la tarde. Buscaba la sombra benefactora de los antiguos árboles, persiguiendo la ilusión del fresco. En el cielo no había una sola nube, y el sol era una bola estólida, manejada por una inercia indiferente y perezosa. El calor era repugnante y húmedo, como siempre en mi ciudad. Cuando la vi, fue ella la que no se sorprendió.
-Siempre serás bienvenido -dijo, sentada en un banco de piedra. Llevaba un gorro de lana multicolor, como su larga bufanda que apenas dejaba ver su rostro hermoso. Un abrigo gris claro, con bordes de piel de marta, ceñía su cuerpo perfecto, atlético, joven. Pantalones de jean, botas con el interior forrado con piel de cordero.
El parque estaba oscureciéndose, nevaba despacio. Yo también vestía mi mejor equipo de alta montaña.
-Parece que trajiste un poco de tu Moscú para visitarme -le dije, con una sonrisa, más que nada para no demostrarle mi sorpresa o mi pánico.
-Quería hacerte un regalo. Pero no es perfecto.
Antonina miró distraídamente hacia su izquierda, y con ese gesto me señaló, a una distancia discreta, dos hombres ataviados con grandes y pesados sombreros, grandes y pesados abrigos, grandes y pesados zapatos. Fumaban cigarrillos tan baratos que no despedían humo. A veces miraban hacia nuestro lado, otras veces se quitaban el frío cruel caminando un poco. En realidad, no molestaban.
La nieve caía despacio, atomizando cada posible ruido en un silencio amoroso. La voz de Antonina era ligeramente distinta, pero la nieve y el frío intenso no silenciaban ese tono delicioso de voz que siempre me había gustado. Ella pronunció mi nombre una sola vez, como para al fin saludarme, y noté que Antonina estaba compuesta no por un cuerpo sólido, como todas las otras mujeres, sino por un millón de pajaritos, de todos colores, de todos los países del mundo, que cantaban al mismo tiempo. Confieso que eso me mareó un poco, pero ella volvió a su apariencia normal de mujer enseguida.
Se puso de pie y me tomó del brazo.
-Invítame a caminar.
Caminamos por los senderos del parque, en silencio. Yo podía olerla, un olor a bebé y a mujer ya hecha, aromas al mismo tiempo juntos, pero distinguibles, sin mezclarse. Ella se dio cuenta y me miró sonriendo. Pasamos junto a la casa de la administración del parque, una antigua casa de pino canadiense, traída especialmente de allá a fines del siglo XIX. Pero otro cambio me esperaba: en lugar de los conocidos techos angulares estaban las cúpulas doradas del Kremlin.
-No has ahorrado en gastos para esta visita, Antonina querida.
-Es sólo mi primera visita. Ya traeré más.
Nos sentamos frente al estanque. Miramos los peces nadando bajo el hielo, la estatua de mármol de Carrara. Los dos hombres nos miraban fuera del círculo de ligustro que rodeaba el estanque. Sólo fumaban y no decían nada.
Antonina me preguntó por el nombre de uno de los árboles que estaban detrás de mí. Miré el árbol que ella quería, y cuando me di vuelta para contestarle, estaba embarazada de ocho meses y medio. Sabía que el hijo que llevaba en el vientre era mío, pero le pregunté si esa criatura era la realidad que yo siempre había buscado. El nonato me contestó desde los brazos de su madre:
-No soy la realidad que buscas. La Realidad me sostiene -me dijo, curiosamente en un inglés británico y soñoliento.
-¿Es Antonina la Realidad?
-No. Pero te acompañará durante todo el Camino.
Miré fijamente a los ojos de Antonina, cuando ella volvía a su estado original. Tuve que hacer un esfuerzo para no perderme en ellos y poder hablar. Pero ella se adelantó, bajando la vista.
-Esta es mi primera visita, pero si bien habrá otras, ahora tengo que irme.
-Ni se te ocurra. La primera vez te perdí por la Ola. No voy a perderte otra vez.
-Nunca me perdiste. Nunca me perderás. Nunca nos perderemos. Sólo hay ciertas suspensiones en el espacio-tiempo que nos ha sido dado. No depende de nosotros. Depende de la Realidad.
-¿Son esos hombres custodios de la Realidad?
-No lo sé. Simplemente aparecieron cuando llegué. Mira, la nieve ya no cae, pero el viento sopla y pronto todo se cubrirá de hielo. Ya son casi las cuatro y media; será de noche y no podemos estar juntos sin luz en este momento. Paciencia. Yo la tuve, más de lo que yo misma creía, más allá de los límites de la esperanza. Ahora te toca tener paciencia, deberás esperar como nunca lo imaginaste. Ahora me darás un beso, uno solo. Es todo lo que tenemos.
Antonina se acercó y nos abrazamos como nunca lo habíamos hecho en nuestra vida. La besé y el sabor de ese beso permanece todavía en mis labios. Pero en ese momento ella se alejó unos centímetros de mi cuerpo y señaló algo a mis espaldas. Cuando me volví para ver qué era, vi el parque, verde como nunca, iluminado por el sol de verano que calcinaba las calles y la gente. Inmediatamente giré el rostro hacia Antonina, donde todavía estaba oscuro y helado.
-No sientas pena -me dijo. -Volveré cuando menos lo esperes, cuando toda tu esperanza haya gastado las cifras y las preguntas, cuando ya no imagines una respuesta; volveré aun cuando me hayas olvidado.
-Será un largo tiempo, por lo que veo.
-Tonto. No has aprendido todavía que el tiempo es una leyenda que inventaron los que no saben amar.
-Igualmente, no pienso olvidarte.
Antonina me miró con una sonrisa triste, porque ella sabía lo que sucedería -y en el fondo, yo también. Yo había estado luchando en la Ola, el evento que sacudió a cinco dimensiones de la Existencia, y tendrían que ocurrir cosas por las que olvidaría a Antonina temporalmente. Pero ella no había estado allí, y estaba a salvo del olvido y otras miserias humanas.
De pronto sentí un frío conmovedor. Mi ropa era la delgada camisa de verano que me había puesto unas horas antes. Traté de acariciar el rostro de Antonina, pero mis brazos no podían dejar de abrazar mi cuerpo entumecido. Fue ella la que me acarició con sus manos enguantadas en lana suave. Me dedicó una mirada de amor y luego se alejó entre los árboles.
Cuando el sol volvió a derretirme, yo todavía pronunciaba su nombre, mientras yacía en el pasto sediento del verano.


SOBRE EL PUENTE

Este puente no sirve exactamente para ser cruzado. Sirve más bien para llegar a su mitad exacta y descansar un rato, acaso durante el crepúsculo de la mañana o el de la tarde. Uno apoya los codos sobre la baranda de mampostería, y mira la corriente del ancho Río de la Vida.
Una orilla u otra es casi lo mismo. Los que viven de un lado piensan que los vecinos de enfrente abjuran de la verdad; éstos también abominan de los primeros.
Para zanjar las diferencias, una madrugada apareció el Puente reinando sobre ambas márgenes. De la noche a la mañana; así como se lee. La primera discusión que tuvieron los habitantes de las dos orillas fue sobre la autoría de ese prodigio: Unos acusaban a otros de haber construido un puente sin su permiso expreso. Cuando se agotaron las horas de discusión (cansadoras, hay que decirlo, pues el Río es ancho y la comunicación sigue siendo a grito pelado aún hoy) llegó otro motivo de disputa: A ver quién era el bravo que se animara a llegar al punto más alto de alguna de las dos Columnas de las que cuelga el puente. Es cierto; yo visito ese lugar de privilegio, pero hasta a mí me ha dado vértigo la primera vez.
Es que desde lo alto de ese Puente se ve el Río de la Vida en toda su magnitud. En realidad, lo primero que se ve es que los habitantes de ambas orillas ignoran que los que verdaderamente viven son los que navegan en las corrientes cambiantes de ese curso. A pesar de los peligros y los riesgos que eso significa. A pesar de no tener a veces más que un bote frágil, o una canoa. Claro que también están quienes pasan con ingentes naves morosas, llenas de lujos supernumerarios; aquellos que circulan con ruidosos motores fuera de borda, y aun los que al mando de una timidez oceánica, surcan las aguas en un submarino, del que apenas logra verse el más modesto de los periscopios.
Yo, aquí arriba, me deleito con esta visión del Todo. Pero ya pasaron muchos años y sé que voy a tener que dejar este Puente alguna vez, para ocuparme de armar mi propia barca y seguir mi viaje. De una orilla y de otra, a lo largo del tiempo, he conocido personas sabias que me advirtieron que el Puente, si bien es delicioso, puede ser en sí mismo un engaño, y como una tercera orilla, puede absorberme, y dejarme sin navegación y sin vida propia. Está claro que un puente no es un lugar para quedarse. Es un lugar para seguir.
Ya está por amanecer otra vez. Desde aquí puedo ver las luces de la diminuta Isla del Astillero, el que siempre está abierto, de día y de noche, en la mitad justa del Río. El Astillero, establecimiento negado y despreciado por los sedentarios habitantes de las dos orillas.
Ahora mismo bajo y voy allí: tengo Trabajo que hacer.



LAS CARICATURAS DE DIOS

Me preguntas qué es la Ilusión y qué es la Realidad. No lo sé. No lo sé, en principio, porque si lo supiera yo tendría el Conocimiento Infinito de Dios (algo que, sin embargo, todos tendremos en algún momento, y de hecho hay algunas personas en este mundo que lo tienen. Otra vez hablaremos de eso); en segundo lugar, los adultos no sabemos todas las respuestas. Por eso a veces tenemos que aprender de ustedes, los niños.
Sin embargo, podemos buscar juntos la respuesta que me pides. Vamos a buscarla a través de unas ideas. ¿Quieres?

Ya habrás escuchado hablar de las dimensiones del espacio, ¿no es así? Seguramente habrás visto dibujos animados o películas o ilustraciones "3D". Te explico cómo es:

Una dimensión, una línea, que se mide por el largo, solamente:

Dos dimensiones, un plano, que es un conjunto de líneas, que se mide por el largo y por el ancho.

Tres dimensiones, un cubo, que es un conjunto de planos, y que se mide por largo, ancho y alto.

O sea que ahora tenemos un volumen. Nosotros vivimos en un mundo de tres dimensiones, donde todas las cosas tienen un volumen. Desde un elefante gordo hasta el papel más finito tienen volumen. Todo, todo en nuestro mundo tiene volumen.
Y todas las cosas de nuestro mundo se pueden tocar: algunas son blandas, otras son duras, éstas son suaves, aquellas son ásperas; pero se pueden tocar, y por eso sabemos que existen.
Sin embargo, ¿existe sólo lo que se puede tocar?

Cuando yo era niño, estaba con mis amigos y estábamos bastante aburridos, porque llovía y no sabíamos a qué jugar. De pronto, uno de nosotros -José- tuvo una idea; una idea sobre un juego nuevo que nos gustó a todos. Esa idea no se podía tocar, no se podía medir; sin embargo José no dudaba de la existencia de su idea, y nosotros tampoco. Entonces, para todos nosotros, esa idea sí existía, aunque no tuviera volumen ni se pudiera tocar.

De la misma manera, podemos pensar que hay otras cosas que sí existen pero que no se pueden tocar: la bondad, la alegría, la libertad, etcétera.
Y así también podemos decir que Dios existe, aunque no se pueda "ver y tocar".

Yo quiero proponerte una idea: supongamos (sólo supongamos) que los personajes de una historieta están vivos de verdad. Una historieta es un mundo de dos dimensiones, porque las historietas sólo tienen largo y ancho, ¿recuerdas? No tienen volumen. Sin embargo, pensemos que una historieta es un mundo como el nuestro, con sus propias personas, sus propios países y sus propias leyes. También con su propia física, su propia química y sus propias matemáticas, literatura y todas las cosas que aprendemos en la escuela.

Un día, uno de los personajes de esta historieta (al que podríamos llamar Juan, si quieres), le dice a la gente de ese mundo de historieta, y por lo tanto de dos dimensiones, que el Autor de esa historieta no existe, porque nadie lo puede ver, y que tampoco existe el mundo de tres dimensiones (que es el nuestro, ¿recuerdas?). El Autor se ríe con gran ternura de la ingenuidad de su personaje, pero tanto Juan como las otras personas de ese mundo de dos dimensiones toman el asunto con mucha seriedad, porque para ellos la “realidad” se ve en dos dimensiones. Ellos no pueden ver en tres dimensiones, sólo en dos (largo y ancho). Así que un buen día, el Autor piensa: “Caramba, sería una buena idea decirle a mis personajes que en realidad el mundo en el que ellos viven es una ilusión creada por mi lápiz y mi imaginación. Así que voy a dibujar un nuevo personaje que me represente y que les diga la Verdad”.

Entonces el autor crea un nuevo personaje que lo representa, un nuevo personaje que ya aparece en la historieta sabiendo toda la verdad, y lo crea con todo su amor para ellos, los seres de dos dimensiones. Este personaje, al que llamaremos “Avatar”, aparece en la historieta y cuenta amorosamente toda la Verdad a Juan y a sus amigos. Algunos le creen, pero otros no, y así el Autor tiene que enviar a Avatar una y otra vez, para que los personajes de su historieta conozcan la Realidad.
Del mismo modo, querido niño, a nosotros nos cuesta creer que Dios existe, y mucho más nos cuesta amarlo como debe ser amado. Porque creemos más en la existencia de una pared, que es dura y que aparentemente no cambia nunca, que en la existencia de Dios, que es como el Autor de la historieta de este cuento. Y ese Autor ha enviado a Avatar muchas veces, pero nosotros somos cabeza dura y nos distraemos pensando que la “realidad” es este mundo de tres dimensiones.

Un hombre cualquiera escribe y dibuja historietas con papel, plumín y tintas de muchos colores. Y él sabe que todo lo que dibuja es una ilusión. ¡Una fantasía! Pero Dios escribe y dibuja esta historieta que nosotros llamamos “realidad” con paredes sólidas, elefantes gordos y señores muy serios y con lentes gruesos, y Él sabe que esto que nosotros llamamos “realidad” es, también, una ilusión, como si fuera una historieta... solamente para que tengamos una idea de que si nosotros nos creemos lo más real y más importante y más poderoso que hay por las cosas que nos rodean, ¿cómo será Dios, que es el Autor de esta historieta llamada Universo?

Hay otra cosa más. Un autor, cuando escribe y dibuja una historieta, pone tanto de sí mismo en cada cuadrito, que llega un momento en el que puede decir que esa historieta es él, el autor que se expresa a sí mismo. Y así, cada personaje es el autor, sin darse cuenta de ello. De la misma manera... ¿Lo adivinas? Por supuesto: De la misma manera, todos los seres humanos, todos los animales, todas las plantas y todos los árboles (¡hasta las piedras y los metales!) son Dios mismo, nuestro Autor. Pero no lo saben, o, mejor dicho, no lo recuerdan.

Por eso, Avatar viene una y otra vez, una y otra vez, incansablemente, para recordarnos estas cosas a nosotros. Y desde tiempos inmemoriales, vino como Zoroastro, como Krishna, como Rama, como Buda, como Jesús, como Mahoma, y en Su última Venida, como Meher Baba.

Saavedra-Retiro, 6 de junio de 1999




LA HISTORIA MÁS CALIENTE DE LA GUERRA FRIA

Ivano Ivani nació el 30 de Diciembre de 1938 en el pueblo de Pessara, en Italia. A pesar de la misma palabra que define tanto su nombre como su apellido, palabra de notables ecos eslavos, Ivani era más italiano que la pizza, más latino que la Égloga Cuarta de Virgilio, más nadie que un contribuyente fiscal.
Siguiendo los dictados de su sangre indudable, cuando cumplió la mayoría de edad, vendió la mitad de las cabras de la familia (que según él le correspondían como parte de su herencia familiar) y se largó a hacerse reconocer como el destacado hombre de mundo que su ego descomunal le había prometido ser. Antes, se aseguró de pelearse ferozmente con su familia y con medio pueblo, no fuera cosa de que alguien llegase a importunarlo con su pasado pobre.
Naturalmente, cuando el barco lo dejó en Nueva York ya era commendatore. Así se presentó a las autoridades de Inmigración. A los indiferentes empleados del Custom Service de Ellis Bay les daba lo mismo, como así tambien la soberbia colosal del recién llegado, y el permanente gesto de repugnancia que parecía inspirarle un país tan poco distinguido como los Estados Unidos.
Ivano Ivani llegó a Washington en 1961, a los 23 años de edad. Trabajó de cualquier cosa, hasta que, ya manejando un poco de inglés, logró hacerse contratar como camarero en el restaurante de un viejo inmigrante ucraniano, quien en los ratos libres lo ponía al tanto de la situación mundial. A esa altura, con un sueldo seguro en el bolsillo y el hambre acallado, ya se había autotitulado Cavaliere Del Regno d’ Italia. Con eso logró ganar los favores de algunas connacionales, que no tardaban sin embargo en expulsarlo de sus vidas cuando se daban cuenta de la farsa, o cuando simplemente dejaban de tolerar su personalidad devastada por la egolatría.
En 1965, Ivani pensó con preocupación en el modo de alcanzar otra clase de gente, otra sociedad, otro mundo. Aquel otoño, saturado de escuchar a los Beatles en la radio que había en la pieza del inquilinato, lo salvó un programa nuevo que pasó un disco de un cantante italiano que él ya conocía sin prestarle, naturalmente, mucha atención: Luigi Tenco. Ivani no sabía cantar (tampoco escuchar, pero eso nunca le importó mucho), de modo que la inspiración que le prometía Luigi Tenco no iba por el camino de la música. Luigi Tenco, Luigi Tenco… Ivano Ivani… Ivano Ivani… Iván… Tenco… Luigi…Iván... Tenco... Luigitenco... Luigitenko...
Cuando el sol lo recordó la mañana siguiente, se disparó desde la cucheta hasta el espejo del baño a mirarse. Tenía que ajustar algo. Era urgente. El bigote, ahí estaba; el bigote. Se lo acomodó hasta parecer suficientemente ruso, o la idea que Ivani tenía de un ruso. En un instante, Iván Luchitenko, espía internacional ítalo-ruso, estaba presentando sus credenciales ante el ahora ex perdedor profesional.
Aprovechando el fresco de la mañana, sacó del ropero su sobretodo, su bufanda y su borsalino de alas anchas. Juntó sus monedas y cuando salió, el plan ya estaba perfectamente urdido.
Caminó hasta la Embajada de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Él siempre había sido socialista, aunque sin comprometerse en forma personal. En el fondo, pensaba que debía ser socialista mientras fuese pobre. Después de triunfar y amasar una fortuna, tendría tiempo de pensar en otras opciones.
Se quedó en la esquina unos quince minutos, como si estuviera esperando a alguien. Fumó su último cigarrillo sin filtro, lo pisoteó y caminó lentamente hacia la enrejada entrada de la misión diplomática. Al pasar frente a los inmóviles guardias rusos, se detuvo un segundo frente a uno de ellos, lo miró fijo y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El guardia lo miró como correspondía, es decir, como mirando a un lunático, y volvió mirar la silenciosa nada.
A Ivani, ahora Luchitenko, le bastó eso. Unos metros más hacia la esquina opuesta había un cesto de basura. Allí, con ostensible indiferencia, arrojó un bollo de papel que había preparado en la pieza donde vivía: letras y números combinados al azar. Volvió a mirar al guardia, que lo seguía de reojo, y le hizo dos medio cabezazos afirmativos. Luego se fue a tomar un café de desayuno. Sabía (imaginaba) que estaría siendo visto, acaso seguido o vigilado: El trabajo de ese día había concluido.
A las dos de la mañana, un golpe en la puerta lo despertó. Era la CIA. Lo llevaron detenido por sospecha de actividades antiamericanas, directamente a Langley, Virginia, la sede de la “Compañía”. Luchitenko se dejó gritar, soportó un par de bofetadas, y aun la empavonada amenaza de una pistola en la cabeza, pero entre sollozos babosos él decía la verdad, era sólo un inmigrante italiano. Le mostraron el papel que había arrojado al cesto de basura, y la sangre se congeló en sus venas. Luchitenko se sorprendió a sí mismo: velozmente inventó la historia de un sistema para ganar la lotería, un sistema que hasta ahora había fracasado y del que ese papel era una constancia.
Lo confinaron en una celda ciega y lo dejaron allí un tiempo indeterminable. Al cabo de ese plazo, lo sacaron y sin muchas disculpas le dieron cien dólares, para que volviese a Washington. No obstante, le advirtieron que sería vigilado.
Para no contaminar el dinero, hizo autostop y volvió a Washington en un camión. Al volver a su pieza con esa fortuna, Luchitenko encontró que todo había sido revuelto, acaso en busca de pruebas que lo incriminasen como espía ruso. No le importó y durmió bien, apretando el verde billete en una mano. Al día siguiente la dueña de la pensión, también italiana, le gritó que tenía teléfono.
Era Vladimir Ivánovich Leónov, quien se presentó como un amigo suyo. Quería hablar de negocios con el italiano.
Media hora después, en un bar cualquiera, Leónov le contó que era funcionario de la Embajada, y se había enterado por el guardia de su extraña conducta. Además, tenía un buen amigo en la “Compañía” que le había facilitado el teléfono del italiano. Leónov quería saber si él necesitaba algo que la Madre Rusia pudiera proporcionarle.
-Bueno, usted sabe, señor, yo… Le voy a decir la verdad. Mi verdadero nombre es Iván Luchitenko. Vea mi pasaporte: Nací en Italia, me inscribieron con otro nombre, pero mi familia es rusa, bien rusa.
-Pero su apellido es georgiano, no ruso.
-Sí, pero… ¿Sabe? –mintió otra vez- Siempre hemos tenido simpatía por Rusia. Además, ahora somos todos comunistas, muy comunistas. Y bien, yo soy espía. Pero de los buenos, ¿eh? -agregó, exhibiendo las palmas de sus manos.
-¡Ah! Ya veo... ¡Un verdadero hombre de acción!
-Yo soy un pesado. Créame.
-Ni lo dudo.
-Me imagino que espía para nosotros, ¿verdad?
-¿Y a quién si no?
-Muy bien, muy bien. Y dígame... ¿Y quién lo reclutó a usted?
-¿A mí? Si le digo, voy a tener que reanimarlo… No me va a creer…
-Vamos, dígame…
Luchitenko miró a su alrededor para asegurarse de que nadie más lo escuchara, aunque el bar estaba desierto y ambos hablaban en susurros. Un mohín de soberbia lo cubrió de pies a cabeza.
-La KGB.
-¡Caramba! ¡Entonces usted sí es un pesado, camarada Luchitenko! Y, dígame, ¿a qué oficial de la KGB se reporta usted?
Luchitenko comenzó a sentir que un sudor frío le recorría la frente y la espalda. Debía desafiar a su cerebro pedregoso a buscar un nombre que sonara suficientemente ruso. Otra vez miró para todos lados, presumiblemente viendo por dónde podría escapar. Al fin, su boca reseca pudo dar con algo.
-Al camarada Stravinsky. Un nombre clave, claro está. Es nuevo en la KGB. ¿Usted lo conoce?
-Stravinsky, Stravinsky… No, no con ese nombre clave. Ah, pero claro: ¿Él es nuevo, me dijo usted?
-Sí...
-Voy a tener que hablar seriamente con los altos jefes de la KGB. Siempre tardan en decirme los nombres claves de los agentes nuevos.
Luchitenko sintió que el alma le volvía al cuerpo.
-Mire, voy a decirle algo. Ahora usted queda reclutado para mí. Me gusta su estilo, y se nota de lejos que es un verdadero hombre de acción. Usted podrá ganar verdaderas fortunas trabajando para mí. ¿Qué le parece?
Ivani-Luchitenko apenas podía salir de la sorpresa y trató de remedar una respuesta afirmativa pero con cierto dejo de indiferencia:
-Sí... ¿Por qué no? -respondió mientras contaba con avidez los dólares que lloverían sobre su cabeza.
-Camarada Luchitenko, hay un asunto gordo que puede darnos una información clave. Y quiero que sea usted el que se haga cargo de eso. Tenemos un agente infiltrado en el Pentágono. Mañana, bien temprano, vaya y preséntese al general Parker. No escriba su apellido en ningún lugar, sólo recuerde el nombre de las lapiceras. Usted dígale únicamente estas palabras: Liberen al Oso. Él ya sabe lo que tiene que hacer.
Al día siguiente, Ivani se dio cuenta que entrar al Pentágono no era tan fácil como entrar a los bares americanos.
-¿Señor? -le preguntó el primer guardia de seguridad.
-Vengo a ver al General Parker.
-¿Al General Parker? ¿Él lo espera?
-Sí.
-Permítame su identificación, por favor.
El guardia entró a la caseta con el pasaporte del italiano, y habló con el secretario del General.
-El General dice que hoy no espera a nadie. Y la verdad, hoy no es un buen día para molestarlo.
Al enterarse de esto, Ivani, entre el terror y la indignación, pidió hablar directamente con el General aunque fuese desde la caseta de guardia. Increíblemente, le fue concedido.
-Parker. ¿Quién habla? ¿Qué quiere?
-Liberen al Oso.
-Déme con el guardia.
Ivani así lo hizo, y el guardia, luego de recibir las órdenes del General, le dio una tarjeta de pase que él debía mostrar en el puesto del interior del edificio.
Nunca llegó a conocer al General Parker. Al transponer la entrada principal del edificio del Pentágono, ocho brazos militares lo alzaron del suelo por los miembros, y lo depositaron en una celda más pequeña, más oscura, más subterránea y más húmeda que la primera en la que había sido hospedado antes.
Un oficial con traje de combate entró unas horas después, junto con otros dos hombres. Se quitó la chaqueta y se colocó un poncho de plástico y unos guantes de goma. De un bolso pequeño extrajo los instrumentos para el doloroso interrogatorio.
Ivani comprendió lo evidente y estaba dispuesto a no sufrir: Hablaría. Hablaría aun de lo que no supiese.
Unos días después, la comunidad mundial de espías profesionales se enteró por lo canales habituales, que los Estados Unidos habían intercambiado a un agente ruso que sabía los próximos movimientos americanos en Viet Nam, a cambio de un inmigrante italiano sin conexión alguna con el espionaje.
En París, un agente británico y uno ruso comentaban la novedad mientras tomaban café. En mesas diferentes, claro está: uno, mirando una de las páginas interiores del London Times, el otro pasando distraídamente las hojas del Pravda. Ya estaban viejos, ya eran veteranos del oficio. Afuera, una nevada lenta cubría las calles.
-¿Qué opinas, Leo? Esta vez los americanos la cagaron.
-Tomémoslo filosóficamente, Vassili. Nos ha tocado ser testigos de la era en la que se puede trasponer la barrera del ridículo y aún así tener la pretensión de dominar el mundo. A propósito, ¿sabes algo del italiano?
-Se le ha asignado una bonita dacha para su uso personal y un salario, por los servicios prestados a la Madre Rusia. Pero entiendo que el paisaje lo ha deprimido un poco.
-¿El paisaje?
-Ya sabes, Leo, cómo es Siberia en esta época del año.



LA MÚSICA, LA BELLA MÚSICA

Mi madre, Euterpe, deleite de los olímpicos dioses y de los hombres mortales, me dio a luz hace siglos; tantos siglos que ya no vale la pena contarlos. El nombre que eligió para mí fue Melodía; sin embargo, todas mis hermanas (tantas somos que ya no vale la pena contarnos) se llaman igual. Lo que nos diferencia es el nombre que nos dan los mortales.
Así fue como me dijo Euterpe, de níveos brazos, cuando llegué a la edad indicada, que tendría un padre entre los hombres, y que ese padre me daría un nombre propio, distinto del de mis hermanas. Y que ese hombre me amaría como nadie, y me haría conocida en todo el orbe. Sin embargo, también me dijo la creadora de mis días que yo misma tendría que buscarlo con empeño, y una vez encontrado debería enamorarlo, seducirlo, conquistarlo, convencerlo de que toda su existencia estaba destinada a nuestro encuentro.
Yo tenía pocos años, pero tomé coraje y bajé al mundo.

Visité la soledad de muchas casas, en las que habitaban inspirados compositores, artistas sensibles, ejecutantes de todos los instrumentos conocidos y de los que, forzados por la gracia, se veían en la necesidad de crear nuevas fuentes de sonidos. Sin embargo, en cuanto yo aparecía en sus cuartos no siempre miserables, los músicos apenas tomaban nota de mi presencia y seguían, taciturnos e imperturbables, pensando en otra cosa: mayormente en la fama y la gloria.
No podía descifrar con claridad el motivo de la distracción de aquellos hombres; Euterpe me había dicho que yo había nacido agraciada con una belleza singular y que tal vez tardaría en hallar mi nombre secreto.
Un tanto desolada, pero animada por la curiosidad de saber qué ocurría con aquellas almas desinteresadas, seguí mi camino. Encontré, con el paso del tiempo, monjes músicos, alegres juglares, grandes maestros, aventajados alumnos… Pero ninguno podía prestarme atención suficiente. Yo sentía que ya no era aquella melodía simple e inocente que había partido del Olimpo; ya era una música con ciertas complejidades ganadas en el camino, y notaba que no siempre era fácil entenderme.
Cronos siguió su curso indiferente, pero también fue convirtiéndose en mi maestro. Recordé las palabras de mi madre, cuando me decía que debía conquistar el corazón de aquel a quien yo eligiese como mi padre mortal. De modo que me impuse el aprendizaje de otro arte, el de la paciencia, y cuando al fin encontré el alma luminosa de un músico tan brillante como sensible, simplemente me instalé en su gabinete para observarlo, para simplemente observarlo.
No importa su nombre, hoy muy conocido. Pero supongamos que se llamaba Henry.
Se trataba de otra era ya, y los instrumentos habían cambiado mucho. El paisaje sonoro también me parecía raro, extraño y misterioso, y todo lo que Henry escuchaba, si bien era agradable al oído, era la cifra del tiempo que yo había pasado buscándolo. Sí, era él; era él a quien yo necesitaba encontrar. Tantos siglos de búsqueda, de sed, de anhelo, habían llegado a su fin y por mucho tiempo no pude articular una sola nota.
Sin darme cuenta comencé a amar a Henry. Como si yo misma fuese una mortal. Comencé a amar su bondad, su sensibilidad, su humor, su pizca de pereza, su grandeza de espíritu, su sabiduría, su honestidad y su sentido de la ética. También sus muchas contradicciones y conflictos, tan humanos. Yo no sabía qué estaba pasándome, pues en mi inmaterialidad, y en mi naturaleza de música, había impulsos que no conocía, y mucho menos entendía.
Tomé la decisión de confesar este tormento a mi prima, Armonía, quien conoce el arte de ordenar los sentimientos. Me aconsejó tomar de Henry lo que él pudiese darme, y hacer yo lo mismo con él. Pero no me dijo cómo, pues yo descubriría eso con el tiempo. El tiempo, otra vez el tiempo… Acudí entonces a otro de mis primos, Ritmo, regente de las duraciones. Él me sugirió que jamás trate de apurarme, que todo tiene un compás intrínseco al que cada cual debe acoplarse.
Volví lentamente a la casa de Henry, a la noche, acaso no menos confundida de lo que estaba cuando había salido. Lo encontré bebiendo, con la luz apagada, sentado en su sillón favorito, mirando a la Luna, la añosa Selene de blanco rostro, en silencio. Sólo se escuchaba el ronroneo felino del refrigerador, en la cocina distante.
En un segundo pude darme cuenta de todo.

Lo dejé dormir un mal sueño, corto e insuficiente, y al otro día lo recibí con los brazos abiertos. La mañana era radiante. Henry se duchó, desayunó y se sentó un rato al piano, aunque no podía dar conmigo todavía. Yo me esforcé en imbricarme con su alma, pero no daba resultado alguno. Sólo pude sentir un vacío oscuro, un vacío que reclamaba una luz urgente.
En ese momento tocaron a la puerta. Henry salió disparado a abrir. Su mirada era otra; era una mirada en la que había coraje, esperanza, una certeza de gloria inminente.
Cuando la puerta se abrió, la vi. Era igual a mí, pero en la carne. No lo dudé y me introduje en ella.
-¿Cómo está nuestro músico, hoy? –preguntamos ambas.
-Estaba esperando escuchar tu voz, que es la melodía más hermosa que existe.
Era la mañana, y sólo a última hora de la tarde se vistieron y tomaron café. Henry le pidió a ella que le hablase un poco, de lo que fuere. Ambas obedecimos puntualmente. Mientras lo hacíamos, Henry se sentó al piano y comenzó a encontrarme, a descifrarme, a componerme.



JUAN BAUTISTA ETCHEVARNE, BILLARISTA

Cuando depositaron unas flores sobre su ataúd, Juan Bautista Etchevarne sintió la calidez del gesto, pero no pudo identificar de quién había sido. Se le ocurrió que era uno de sus anónimos admiradores, uno de los que siempre esperaban a la salida de un club de barrio, o de uno de los hoteles cuando estaba de gira, o, acaso, alguien que lo había visto alguna vez cuando la exhibición en el canal de televisión. Desde Allá le hicieron un guiño silencioso que él supo entender: Así era, nomás.
Etchevarne había dedicado su vida al billar. Habiendo comenzado como un mero aficionado en la confitería “La Academia”, no tenía veinte años cuando había ganado cuanto campeonato hubiera. Con el tiempo se hizo conocido en el exterior. Luego, famoso por un tiempo. Nunca olvidaría el recibimiento en Ezeiza. Volvía de triunfar en Las Vegas, Acapulco, La Habana. Hasta “Pipo” Mancera fue a recibirlo, micrófono en mano.
Con el billar vivió decentemente bien, se casó con su novia de siempre, Ana María, crió dos hijos –Guillermo, hoy ingeniero, y Laurita, hoy pediatra– y hasta pudo comprarse un Falcon usado con el que toda la familia salía de vacaciones.
Hacia la noche se sintió un poco incómodo y decidió intentar salir del ataúd. Para su sorpresa, le resultó muy fácil, sobre todo le pareció relajante poder dejar el cuerpo y salir a pasear un rato.
Caminó bajo la luz de las estrellas de la Chacarita, y le pareció una plaza cualquiera, hasta con enamorados besándose en los asientos de piedra. Al pasar escuchó que una parejita en particular se había conocido allí mismo, después de finados, cada uno por su lado.
Como para entretenerse, siguió caminando con sus pies inmateriales hasta la entrada. Más animado se aventuró hasta la vereda, y luego no pudo evitar dar una vuelta a la manzana. Un perro chúcaro le ladró y le tiró un mordisco. Don Etchevarne no advirtió el tarascón, aunque no hubo inconvenientes. Él era un fantasma, pero el perro no.
Don Juan Bautista siempre había sido de carácter apacible y respetuoso; un hombre tranquilo con una actividad que no lo deparaba otra cosa que satisfacciones. Así que cuando la alborada comenzó a decorar el cielo, le pareció prudente volver al cementerio.
En la puerta estaba el sereno, con un mate recién cebado en la mano. A don Etchevarne se le hizo agua la boca etérea, pero también se rió para sí mismo al darse cuenta de que estaba caminando casi de puntillas, para que el sereno no se diese cuenta de su escapada.
-No se preocupe, don Etchevarne. Aquí no pasamos lista ni le cantamos “Aurora” a la Bandera. A propósito, ¿le gustaron las flores?
Etchevarne se quedó congelado.
-No me diga que era usted. Le agradezco mucho. ¿Y puede verme?
-Y, sí.
-¿Lo saben los demás? Digo, los vivos.
-No –dijo el sereno, acostumbrado a hablar con los muertos discretamente, entre dientes, para que los demás no lo tratasen de loco. –No, no saben y en el fondo a nadie le importa. Bueno, en realidad lo saben cuatro o cinco personas, pero la mayoría son como yo. No es nada fuera de lo común. Igual tengo que trabajar para vivir. Con perdón de usted.
-Pero qué notable. ¿Y usted cómo sabe quién soy? –dijo Etchevarne, más tranquilo y ciertamente más interesado.
-Primero, porque es mi trabajo. Miro las fichas de todos los finados. Y segundo, ¡porque usted ha sido muy conocido, hombre!
Desde adentro, el fantasma de un hombre de mediana edad se asomó con una sonrisa.
-Benito, largá la charla y volvé, que ya estamos todos.
-Disculpe, don Etchevarne, pero yo también tengo un público, con todo respeto. Ah, lamento no poder convidarle un mate. Pero tenga un poco de paciencia. Si gusta acompañarme, es por aquí.
Al llegar a la casilla del cuidador, que era bastante amplia, Etchevarne vio a la pálida luz del amanecer un tablero de ajedrez con las piezas dispuestas para una partida. El hombre que había llamado al sereno ya estaba sentado esperando. En el lado opuesto de la mesa, otro fantasma también esperaba. Alrededor se había reunido un interesante grupo de curiosos.
-Bueno –dijo el segundo ajedrecista– nuestro maestro de ceremonias y su mate han llegado al fin.
-Damas y caballeros presentes, les presento un nuevo residente, don Juan Bautista Etchevarne, billarista profesional de brillante trayectoria. Los jugadores: Cachito Minstein y el Coronel Augusto López Fornari.
Todos lo saludaron cortésmente y Benito puso en marcha el reloj para la partida.
-Peón dos rey, Benito –dijo Cachito.
-Peón dos rey, por favor –replicó el Coronel.
Benito movía las piezas de acuerdo al pedido de los jugadores. Etchevarne se aburría pero por cortesía no se movió de su lugar hasta que terminó la partida. Al fin, Cachito volvió a ganarle al Coronel y todos aplaudieron a ambos contendientes.
-Benito –Etchevarne llevó aparte al sereno y le habló en voz baja–, dígame una cosa, por favor. Usted, de vez en cuando, ¿juega al billar?
-Hace rato que ni juego, pero sí, me gusta. De vez en cuando, un sábado me voy a jugar al billar o al truco con unos amigos.
-Tengo una propuesta que hacerle.

Unos meses después, Benito Cárdenas, sereno del cementerio de la Chacarita, era bautizado como “el heredero del Gran Etchevarne”. Su técnica billarística era idéntica a la del extinto maestro. Su toque, su concepto ajedrecístico de colocar las bolas del modo más conveniente para el tiro siguiente, revivían las estrategias de don Juan Bautista.
Pasaron los años de éxito en éxito, con su habitual velocidad de vértigo. Y llegó un día, en la ciudad de Caracas, el día en que Cárdenas descubría otra cana más en sus sienes, en que éste ganó (como siempre, de la mano de Etchevarne) otro campeonato internacional más. De regreso en el hotel, el nuevo campeón prefirió no subir inmediatamente a su habitación; eligió una buena mesa en el bar del lobby y pidió un café. Con él, claro, estaba el finado Etchevarne. Hablaron de algunos pormenores de la última partida, de los periodistas, de algunos nuevos admiradores. De pronto, Cárdenas vio que el fantasma de Etchevarne miraba sobresaltado a su alrededor, como buscando algo. Luego susurraba algo, como hablando con alguien. Ya parecía contrariado. Sí, evidentemente estaba hablando con alguien. Cárdenas comenzó a preocuparse, pues era claro que Etchevarne estaba hablando con un fantasma (o algo parecido) que a él no le estaba permitido ver ni oir.
-Maestro, ¿hay algún problema? -preguntó respetuosamente Cárdenas.
-Sí, Benito. Están llamándome desde Arriba. Se nos terminó el tiempo. Yo no sabía que era así. Perdoname, hermano, tengo que irme.
-Es natural, don Juan. Algo de eso sabía, por comentarios de los otros finados de la Chacarita. Y bueno... Ahora van a darse cuenta de que soy un fraude.
-Nada de eso. Vos ya hace rato que jugás con tu propio talento; yo solamente ayudo de vez en cuando. ¿No te  habías dado cuenta?
-Sí, pero en el fondo no me importa. Lo que sí me importa es que voy a perder un gran amigo. Lo voy a extrañar, don Juan.
Etchevarne lo miró a los ojos y se dio cuenta de que quizá no sería la última vez que se viesen. Algo le habrían dicho desde Arriba en ese momento, porque le contestó:
-Vos no te preocupes. Ya viste lo que pasa en el billar: Las bolas van y vienen, pero siempre terminan encontrándose. Y ahora, mi querido amigo, vas a tener que disculparme. Tengo que ir a ver al Jefe.



JUGAR CON FUEGO

Sin arcanos, sin sacerdotes, sin ritos, los dos neófitos erigieron un altar y profirieron las palabras convenientes. A poca distancia había un río silencioso; de su carne líquida brotaba la bruma que infamaba los robles, los alerces y los pinos.
El tiempo era la mitad de la noche. El círculo lunar rozaba la perfección.
Con sus túnicas blancas, que no podían demorar el frío suave, los aspirantes reunieron en el ara un tronco entero, buena leña hecha de ramas secundarias y yesca en cantidad. Agregaron un cono de ramas pequeñas y dieron comienzo a la ceremonia.
Las llamas no tardaron en tener la altura de un niño, luego la de un hombre. La hoguera en aquel claro del bosque, el negro muro de árboles y el río cercano, formaban un cuadro coronado por la Luna y su corte de enjoyadas estrellas. El fuego, que parecía hablarles, crepitaba con entusiasmo, horadando un cilindro cálido en la bruma cada vez más espesa.
Los dos novicios se sentaron sobre la hierba del claro y en la mirada de cada uno había una decisión que sólo era confirmada por la del otro.
Adán y Eva arrojaron las túnicas al fuego, mientras el Manzano seguía ardiendo, derrotado.




LA SONRISA DE MI NIETO

La alegría de mi vida tiene nombre: Ricardito. Mi sol, mi dicha. Parece que fue apenas ayer que cambié por primera vez sus pañales, que fue no hace más de un rato que lo ayudé con su guardapolvo, para salir a su primer día de escuela.
La maravilla tiene nombre: Ricardito. Ricardito, el que con su sonrisa permanente, esa dulzura que le llenaba los ojos, no tenía más que pedirme lo que quisiera para tenerlo al instante. La sonrisa de mi nieto siempre ha sido mi orgullo, pero también la certeza de que la vida me había premiado.
Qué grande que está ahora… Ya es un hombrecito. Y sin embargo, nada ha podido borrar esa sonrisa de su carita tierna. Hasta cuando se nota que alguna tristeza pasó por su alma inocente, yo le pregunto: “Pero, ¿qué le pasa a mi rey, que está tan serio?”, me contesta antes con sus labios siempre listos para el gesto suave, que con la primera palabra. “Nada, abelita”, me dice con un hilo de voz.
Y sí, el tiempo pasa y mi cabello plateado, mis achaques, el mapa en el que se ha convertido mi propio rostro arrugado susurran a mi nieto que el tiempo también transcurre para él. Pero es demasiado tímido y no habla del tema. En realidad no habla mucho. Pasa el día entero en su habitación, con sus cosas, su música; con su amigo, el nieto de la señora Camacho. Tampoco ese chico habla mucho. A veces me gustaría que salieran a tomar aire, a jugar a la pelota, a mirar chicas. Pero no, prefieren encerrarse. Así son los chicos hoy en día: Puro pelo largo y collarcitos. Ya le dije a Fernando, mi hijo, el padre de Ricardito: No es bueno que el nene pase el día encerrado como un preso. La contestación que me dio… Desde ese día casi no le dirijo la palabra. Me dijo “que se vaya acostumbrando”. Será posible, Señor, que haga esa clase de bromas con su propio hijo.
Tengo que reconocer que Fernando hizo todo lo que pudo, pero desde que quedó solo cuando su mujer se fue con otro señor, se dedicó a manejar su remisse dieciocho horas por día, y claro está, el nene prácticamente se crió conmigo, pobrecito.
Pero Ricardito no ha dejado de ser el que fue siempre. Siempre quietito, callado, con su sonrisa siempre a flor de labios, aún cuando comparte a veces la mesa con nosotros, viendo el noticiero. Si no le alcanzo la comida a su habitación, claro; él me abre la puerta, toma la bandeja y por la hendija me recompensa con su sonrisita.
Pero, ¡qué grande que está! Y más grande parece con su ropa de cuero. El nieto de la señora Camacho se la regaló. Siempre le trae regalos caros. Es que son tan amigos…
Ya sé que el dinero no hace la felicidad, pero si él necesita un poco yo le doy. Claro, ¿para qué soy su abuela? No pide mucho, de todas maneras, pobrecito. Sale y al ratito ya está en casa otra vez. Sin embargo, hoy parecía tan apurado… Justo hoy, que no tenía nada, salvo los dólares ahorrados. Me costó lágrimas decirle que no. Él, ¿a que no saben? Me contestó con una sonrisa. Esa sonrisa tan compradora. “No importa, abelita”, me dijo. Me dio un beso en la frente y se fue a su habitación otra vez.
Cometí el error de comentarle el episodio a mi hijo cuando vino del trabajo. Claro, él no entiende. Fue directamente a la habitación de Ricardito y comenzó a gritarle como un loco. Que los dólares esto, que los dólares lo otro… No sabía que mi hijo era tan interesado, ni que podía descontrolarse tanto. A los pocos minutos hubo un silencio que me preocupó. Yo preferí que se arreglaran entre ellos sin meterme en el medio. Pero parece que el nene se cansó primero.
Ahora Ricardito viene hacia mí, con la nariz manchada de blanco y una navaja ensangrentada en la mano, y sonríe.


EXALTACIONES

Yo ya no sé a qué más apostar. Ya hice todo, viví todo, sufrí y gocé todo lo que había para sufrir y gozar. Desde la mayor de las ruinas construí un imperio; a cada mujer que amé desde lo más profundo, o a quien simplemente fue objeto de un capricho pasajero, no tardé en tenerla entre mis brazos. También supe bien qué es el anhelo, el desconsuelo, la soledad.
Conozco cada rincón del mundo; en cada rincón soy bien conocido.
Hasta he decidido el destino de individuos y de naciones.
Ya no me falta nada. O tal vez… Falta una revelación.

Yo estaba en una villa que poseo en la isla de Gavdos, al sur de Lesbos. Era media mañana; aún estaba en bata y mi amiga todavía dormía. En esta villa particular no tengo muchos libros, sólo algunas rarezas que fui comprando en antiguas abadías del Peloponeso y de Turquía, y otros ejemplares que algunos emisarios me traen desde Medio Oriente. Desde luego, tengo que hacerlos traducir e imprimir dos o tres copias personalizadas. No creo haber pasado nunca la mitad de ninguno de esos monumentos. Me confieso un tanto materialista para lecturas tan elevadas.
Sin embargo, los originales los tengo en una habitación especial, para recorrerlos con egoísta soledad y dedos enguantados, distraída la mirada. Alguna vez, sólo alguna que otra vez, para ayudarme a seducir a una muchachita intelectual.
La inmensa biblioteca de mi mansión de París es importante, pero el valor venal de dos o tres de aquellos libros sagrados supera holgadamente el de la biblioteca francesa.
Aquella mañana la plenitud me pesaba; sí me pesaba, y sobre las volutas de vapor del café árabe con el que me regalaba, miraba el Mediterráneo y pensaba en esos libros insondables. En un momento di con el secreto que me rondaba.
Tenía que ser escritor.
Como fuera necesario, tenía que tener un lugar en la historia de la Literatura universal. No sé si lo necesitaba mucho, pero simplemente se me había ocurrido y así tenía que ser.
Pensé en contar la historia de mi vida, pero una autobiografía me pareció un comienzo soberanamente vulgar. De todas maneras, podía pagar a un escritor conocido para que lo hiciese por mí y dejar que la prensa se encargase del resto. Lo anoté en la agenda, no era mala idea.
No, decididamente yo quería crear personajes e historias. De todas las bibliotecas que tengo en mis posesiones de todo el mundo, había leído unos cuantos libros, y en aquel momento pensaba que algo me habían dejado esas lecturas dichosas.
En primer lugar, entonces, decidí hacer la pintura de un personaje. La acción vendría sola, después. Estaba entusiasmado y lleno de la confianza de siempre.
El personaje se llamaba Peter. No quería ponerle un nombre exótico para no parecer cursi desde las primeras páginas. Debía ser un personaje no demasiado especial, pero sí interesante.
Cuando estaba en los primeros renglones, mi amiga despertó, se dio una ducha larga y desayunó mientras me miraba escribir. Tuvo el buen gusto de sólo darme los buenos días amorosamente, y dedicarse en silencio a su café y sus cereales. Creo que luego se entregó a una revista del corazón.
Peter estaba por entrar en un viejo edificio del barrio de Soho, en Londres, luego de bajar de un taxi. En teoría debía investigar el robo de unas estampillas raras y muy valiosas para la compañía de seguros en la que él trabajaba. Sin embargo, antes de doblar el primer codo de las escaleras, un disparo sonó desde el segundo piso y el proyectil se incrustó en la pared, a nueve centímetros de la cabeza del protagonista.
No, esa precisión es demasiado inútil. Se borra. Dio “cerca” de Peter. Así está mejor. Pero por otro lado, nadie estaba esperando a Peter. El edificio estaba habitado por familias. ¿Por qué tendrían que darle la bienvenida a balazos? Nada de tiros todavía. No aún.
Cuando levanté la vista para buscar una inspiración, noté que había algo que no funcionaba. El mar y el cielo seguían perfectos, en un perfecto matrimonio de azules. Mi amiga seguía leyendo en concentrado silencio y tomando su segundo café. Pero al bajar la mirada, vi que había un cenicero con tres colillas dentro.
Yo no fumo, y mi amiga es directamente alérgica a los cigarrillos.
-¿Qué hace esto aquí? –vociferé, más que pregunté.
-¿Quieres que limpie tu cenicero? Está bien, de todos modos ya iba a limpiar el mío –contestó mi amiga, como desperezándose. Me pareció que ella creía que yo estaba jugándole una broma para salir de silencio, como a veces acostumbro hacer. Cuando se acercó a mi escritorio, con su bella sonrisa de siempre, vi que en su mano tenía un gran cenicero de cristal tallado, con no menos de diez colillas dentro.
El aire, recién me daba cuenta, apestaba a cigarrillos americanos. Los grandes ventanales abiertos dejaban entrar la brisa del Helesponto y quizá por eso no lo había sentido antes.
En efecto, quedé shockeado ante ese espectáculo. No podía explicármelo y tampoco podía preguntar a mi amiga –por lo menos inmediatamente- qué estaba sucediendo.
Resolví continuar con mi experimento literario y seguí escribiendo.
Peter golpeó la puerta del apartamento que le había sido indicado, pero encontró que la puerta no estaba cerrada del todo. Al abrirla, vio el interior de la estancia en completo desorden. Llamó al señor Hapkin, quien allí vivía, pero no escuchó respuesta alguna. Repitió el nombre con voz más alta aún, pero sólo le contestó el maullido quedo y breve de un gato, desde otra habitación. Peter se aseguró de que nadie estuviese observando, y se aventuró al interior. Allí estaba el señor Hapkin, muerto. Dos disparos en el pecho; el trabajo de un profesional.
No, no, no, no. Nada de muertos por ahora. Tengamos alguna idea mejor que el promedio de los novelistas. El señor Hapkin abrirá la puerta, pero no estará sorprendido de la visita. Es más, colaborará gustosamente con la investigación de Peter.
Mi amiga me ofreció tomar otro café o directamente almorzar en la terraza: Pescado fresco con hierbas, vino blanco helado, frutas tropicales de postre. Acepté las dos cosas y sugerí otra más para el postre. Mi amiga aceptó con una de sus sonrisas especiales, los dientes hermosos muy manchados por el tabaco, y se retiró a la cocina.
Su cabello azabache había cambiado. Ahora era pelirroja de nacimiento. Sus griegos ojos enormes y negros tenían la novedad de un gris cerrado, intrigante. No dije nada, pero una angustia creciente me asfixiaba y, por primera vez en mi vida, no sabía qué hacer, a quién llamar.
Fui al baño y me lavé la cara. Bueno, es un decir. El día anterior me había afeitado perfectamente, para que mi amiga se deleitase en ese Campo Elíseo que yo tanto cuidaba. El espejo del botiquín me devolvía la imagen de un hombre barbado, un Ulises o un Aquiles francés. Aproveché que mi amiga se había puesto a cantar a viva voz (lo que agradecí, pues siempre lo hace cuando está feliz) y, cerrando la puerta del baño, me puse a llorar un poco.
Más tranquilo (sin olvidar que tomé un calmante en el mismo baño), volví al trabajo.
Peter fue informado por el señor Hapkin que las estampillas eran muy buscadas, según sus propios informantes, por un ricachón llamado Falbot, conocido como el rey del plástico de todo el East End. No era un verdadero filatelista, pero tenía la manía de las estampillas raras, y con razón veía en ellas una manera de acrecentar su fortuna. Falbot mantenía un pequeño ejército de expertos que lo asesoraban, lo prevenían de eventuales estafas y además estaban al tanto de posibles negocios.
Ah, ah. Un ejército, aunque sea pequeño, es demasiado para esta cuestión de las estampillas. Dejemos que Falbot tenga sólo un buen equipo de expertos. Así está mejor. Y ¿qué es eso de “rey del plástico? ¿A quién le interesa ese detalle idiota? El hombre es un ricachón y punto.
Mi amiga dejó mi café en el escritorio y me avisó que el almuerzo estaría en poco tiempo. Le contesté con una silenciosa sonrisa falsa, pues verla ya me daba un poco de miedo. Si los extraños cambios continuaban, no sabía cómo terminaría la situación. Sin embargo, vi con alivio que estaba igual a la última vez que la había visto. Mi barba continuaba igual. Sin darme cuenta, encendí un cigarrillo y aspiré una bocanada con placer.
Cuando fui a tomar el pocillo de café, éste se desvaneció en el aire antes de que mis dedos lo tocasen.
Peter bajó del apartamento del señor Hapkin y caminó un poco en el frío y húmedo aire de la noche. En cierta esquina, se encontró con…
-Alexandre, los niños han llegado de la escuela, deja esa computadora y ven a almorzar con nosotros.
Un niño de unos nueve años, igual a mí a su edad, y una hermosa niña de unos siete, con ensortijado cabello fogoso y ojos grises, entraron corriendo a abrazarme.
Borré todo el esbozo de la novela y…
Yo ya no sé a qué más apostar. Ya hice todo, viví todo, sufrí y gocé todo lo que había para sufrir y gozar. Desde la mayor de las ruinas construí un imperio; a cada mujer que amé desde lo más profundo, o a quien simplemente fue objeto de un capricho pasajero, no tardé en tenerla entre mis brazos. También supe bien qué es el anhelo, el desconsuelo, la soledad.
Conozco cada rincón del mundo; en cada rincón soy bien conocido.
Hasta he decidido el destino de individuos y de naciones.
Ya no me falta nada. O tal vez… Falta una revelación.



EL HOMBRE SOÑADO

Las chicas del barrio me tenían podrido. Las del colegio también. En la década de 1960 estaban (estábamos) en ese tiempo romántico de la adolescencia en el que todo el mundo se enamora con velocidad y entusiasmo.
Los muchachos estábamos aburridos de escuchar los nombres de actores nacionales y extranjeros, novios de Fulanitas, hermanos de Menganitas, y hasta tíos jóvenes de Zutanitas. Todas –hasta las más tímidas, hasta las más parroquiales, hasta las más engañadas por esa superstición cultural llamada fealdad- compartían con las demás el modelo que sus jóvenes corazones abrigaban de lo que debía ser el príncipe azul de cada una. Era algo realmente llamativo.
Mis amigos y yo no éramos la excepción, claro está. De vez en cuando, al final de un partido de fútbol o mientras comíamos semillas de girasol en nuestra esquina insignia, escuchábamos y éramos escuchados sobre cómo alguna de esas muchachas nos estaba derritiendo el alma a fuerza de indiferencias. Era una época en la que nadie acertaba.
A mí, particularmente, me tenía a mal traer un episodio vivido con la amiga de una amiga del barrio, que me había despedido perentoriamente de su campo visual. Claro, había cometido el error de llevarle un libro a su casa, que le habrá parecido (ahora a mí también, un poco) un tanto kitsch, pero sobre todo porque en ese momento, justo en ese momento, estaba visitándola Walter… El famoso Walter Martel, que había aparecido poco tiempo atrás en el barrio, y estaba haciendo un desastre con nuestras mujeres.
Todas lo anhelaban, todas lo amaban, todas suspiraban al unísono cuando su nombre era pronunciado, todas quedaban congeladas con la expresión boquiabierta, cuando el galán foráneo acertaba a pasar con su nueva bicicleta de carrera, saludándolas con sólo su sonrisa de actor de Hollywood, falsa y excesiva, consciente de que cualquier monería que hiciese sería todo un regalo del Cielo para ellas. Las chicas olvidaban cualquier diferencia que pudiese haber habido entre ellas en el pasado, y cuando Walter terminaba de pasar, venían los inevitables comentarios montados en los acostumbrados grititos.
Luego de un evento así, las chicas ni nos miraban. Y aquella que lo hacía, no ocultaba una expresión que confundía la repugnancia y la compasión.
Walter era ciclista, hacía natación y jugaba al tenis. Hablaba inglés y francés; era unos dos años mayor que nosotros y estaba por ingresar a la Carrera de Medicina. Decía que vivía con sus padres en el chalet de tres plantas que había a dos cuadras de mi casa, oculto por un paredón que no dejaba dudas sobre los deseos de privacidad de sus moradores. Desde luego, nadie había entrado jamás en esa mansión.
El dato curioso es que nunca se supo cómo se hizo conocido entre las chicas. No se le conocían amigos en la zona, no iba a nuestro colegio, no practicaba deportes de equipo, sus padres (de quienes Walter no hablaba) no eran conocidos de ninguna familia… Pero lo más extraño es que sabíamos fehacientemente que ninguna de las chicas había sido su primer amiga en el barrio. Un día lo comenté a los muchachos y hubo un silencio vehemente, miradas que lo decían todo.
Era muy sospechoso. Decidimos investigar.
En principio, nuestro alto consejo designó a Luis Berisso para tareas de inteligencia. Debería operar como nuestro agente secreto, nuestro espía, haciéndose amigo de Walter por todos los medios a su alcance, y luego presentarnos un informe detallado de sus averiguaciones. Luisito era un muchacho tan bueno como inteligente, hasta cara de bueno tenía; jamás podría sospecharse de él. La asamblea aprobó calurosamente la moción y pasamos al tema siguiente de nuestra apretada agenda.
Horacio Bregman y “La Mole”, Julio Viñas, debían preparar un escenario que desembocara en un primer contacto entre Luis Berisso y Walter Martel, a partir de ese momento conocido con el nombre clave de “Romualdo” (por Carlos Romualdo Gardel. Horacio lo llamaba “el Gardelito ése”, para regocijo de la banda).
Pasaron dos meses, y pese a los muchos esfuerzos e intentos que, doy fe, todos hicimos, Walter Martel se escurría como una anguila.
Para colmo de males, aparentemente por haber terminado con éxito la escuela secundaria, un día Walter apareció en el barrio manejando un automóvil deportivo. No muy caro, pero cero kilómetro, y desde ya, suficiente para dar la estocada final a todas las chicas. Y a nosotros.
Se ha dicho que las visitaba. A todas. Hacía una ronda como si practicase para su futura profesión. A veces, desde que tenía el coche, se los veía a él y a una, dos o más chicas tomando una gaseosa o un café en la confitería de mi tío Guillermo. Mi tío no era amigo de hablar de su clientela, pues además de los retratos de mis abuelos había traído buenos códigos desde España. Pero cuando luego de mucho insistir lográbamos sonsacarle algo, sólo era un no te preocupes por ese tío, hijo, pero tampoco le confíes un duro, o cosa parecida. Lo cual nos complicaba en cierta forma el criptograma en el que Walter Martel se había convertido.
Una tarde de Diciembre, llamaron a la puerta de mi casa Horacio, La Mole y Luisito.
-Joaquín –dijeron con gravedad-. El fuego se combate con fuego, hermano.
-¿En qué están pensando? –dije con una sombra de preocupación.
-A este galán de cuarta hay que desbancarlo con un galán de verdad –respondió Luisito.
-Uno que sea un hombre en serio –agregó Horacio.
-Alguien que destierre a Walter al olvido –concluyó La Mole, dramático.
-Los escucho.

“La Mole” Viñas tenía su familia materna en Irlanda (su segundo apellido era O’Malley. De ahí su sobrenombre, no por su físico, que no excedía al del promedio de la barra). Un primo suyo, Patrick, vendría a visitarlo en breve. Ya se habían conocido en Dublín, en un viaje de la familia Viñas, y eran muy amigos, muchas cartas y llamadas telefónicas mediante.
Se reactivó el comando barrial y las operaciones tuvieron comienzo esa misma noche, en mi casa.  Mientras celebrábamos el cónclave, escuchábamos el motor comprimido del Fiat de Walter, y de vez en cuando dos bocinazos, despedida habitual del enemigo cuando dejaba a una de las chicas en su casa. Inmediatamente, salía haciendo chirriar las cubiertas.
Cerca de las cuatro de la madrugada el plan estaba diseñado, revisado y a punto para ser puesto en marcha.
El 8 de enero Patrick llegó a la casa de La Mole. Asado con la familia y los amigos del hijo. Patrick hablaba perfectamente el español, así que todos nos divertimos mucho, nos dimos cuenta de lo parecidas que eran nuestras vidas, y nos despedimos con grandes abrazos hasta el día siguiente.
9 de enero. Partido liviano de fútbol. El equipo de Patrick ganó 4 a 3. A la noche, pizza y cerveza en la confitería de mi tío. Walter estaba con seis de las chicas. Parecía nervioso y se esforzaba por divertirlas. Todos ellos miraban constantemente a nuestra mesa.
10 de enero. La madre de una de las chicas preguntó quién era el pelirrojo.
11 de enero. Otra de las chicas llamó a La Mole para pedirle un libro. Se ofreció a ir ella misma a la casa, para que no te molestes, Julio.
12 de enero. Walter fue visto con una de las chicas en la plaza. Parecía contrariado y, por primera vez, se retiró solo en su automóvil, dejando sola a la muchacha. Ese mismo día, Patrick fue presentado a la lectora que paso a buscar el libro pedido.
13 de enero. Nuevo partido de fútbol, a la tarde. Patrick, consagrado como crack, convirtió cuatro tantos. Se vieron dos grupos de tres a cuatro de nuestras mujeres tomando sol dentro de nuestro perímetro de seguridad durante el cotejo.
14 de enero. Un informante de nuestro comando escuchó una conversación femenina, en la que se aseguraba que a “Romualdo” le habría salido "un orzuelo asqueroso" (sic).
15 de enero. Mi cumpleaños. Fiesta en casa. Todas mis compañeras de escuela, todas las chicas del barrio y alguna que no conozco vinieron a saludarme. A las doce de la noche, cuando ya había un cierto riesgo de mengua en la alegría de la fiesta, hizo su entrada triunfal La Mole con Patrick. Se armó baile. Patrick, el héroe de la jornada. Estoicamente, en un aparte discreto, le pregunté a Rosana Valdivia porqué no había venido Walter.
-¿Qué? ¿Es amigo tuyo?
-No, pero es amigo de ustedes, ¿no?
-Bueno... Sí, pero qué sé yo. No sé, la verdad, ¿viste? Me importa más estar con ustedes… Ehhh…
16 de enero. A la tarde, recién despiertos, chicas y muchachos nos reunimos en la esquina a charlar sobre los pormenores de la fiesta. Walter pasó lentamente con su bicicleta una vez, dos veces, saludando a las chicas, con apenas un cabeceo como contestación. Luego una tercera, que no logró siquiera una mirada. Patrick contaba chistes irlandeses y todos nos reíamos a carcajadas. Yo miraba a Walter atentamente cada vez que pasaba. Notaba algo curioso, algo extraño en él. Con cada ronda se iba desdibujando, se iba haciendo borroso, incluso parecía querer decir algo, pero no le salía la voz, quería ser el mismo, pero lo diferenciaba un color gris en el rostro, un mechón de canas antes inexistente. Estuvo pasando cuarenta minutos. Yo hacía rato había dejado de escuchar la conversación de los demás para concentrarme sólo en él.
Entonces me di cuenta de lo terrible de la realidad. Nadie la prestaba atención, ya no era el sueño de nadie. Sólo un olvido.
La última vez que pasó era menos que un fantasma; era un pálido humo informe que luego se perdió, finalmente, en el fondo de la calle.