Un adelanto de la colección de cuentos próxima a publicarse
EL CIRCO RARO DEL PROFESOR BERENJENA
El presente
texto es parte del Apéndice del libro Locos Sagrados
del Continente, de Curtiell Ramos
(Editorial Calisto, Antrópolis, 10957). Ramos, que es sociólogo diplomado en la
UNAM, emprendió en 10953 una larga expedición en busca de lo que él denomina
“motores silenciosos de la sociedad”: personas completamente aisladas o con una
interacción limitada con el resto del mundo, con conductas extrañas (y
apariencias a veces más extrañas aún), pero que de alguna forma inspiran a su
entorno social y, en algunos casos, cuando llegan a tener una resonancia
especial como en esta oportunidad, a todo el planeta.
Juro que
su apellido era Berenjena. Pude ver su documento de identidad cuando lo visité. Estaba
descuidadamente mezclado con otros papeles, también viejos y sucios, sobre una
mesa cercana. Su nombre completo era Raymond Allen Berenjena, y su nacimiento
había sido inscripto en el Registro Civil de Buena Antonia, una pequeña
población al borde del Bosque de los Fiordos del Oeste de Antrópolis Magna, en
10899. Es decir que cuando lo conocí tenía cerca de 55 años.
En mi búsqueda de motores
sociales silenciosos, di con Berenjena a través de una amiga que había conocido
en una posada de las Montañas Mensuales, a unos pocos cientos de kilómetros del
Bosque de los Fiordos. Ella, Elizabeth, venía de recorrer esa región, preparando una
compilación de fotografías de pueblos tillung, tan típicos allí. Elizabeth me comentó que había pasado por cierta casa en un villorrio humano,
Buena Antonia, y que esa casa le llamó la atención por no tener ventanas,
aunque sí un cartel que decía “Circo del Profesor Berenjena – Entre Sin
Llamar”. No le atrajo la idea de entrar a una casa de esas características,
pero le sacó varias fotografías (que me mostró y estaban realmente buenas), lo
cual me ayudó posteriormente a encontrar la casa.
A la mañana siguiente partí para
Buena Antonia disfrutando de un paisaje que era una maravilla tras otra: las
montañas del amanecer dieron lugar a extensos campos de pasturas, donde medraba
el ganado de pelo largo y marrón. Antes del almuerzo los campos habían sido
dejados atrás y ya comenzaban a verse los primeros manchones de árboles, no
pocos de ellos cobijando una encantadora casa tillung, hecha de adobe rojizo y
siempre con humo saliendo de su chimenea. Cuando el sol anunciaba la hora del
té, llegué a Buena Antonia, donde pude hospedarme en la habitación de huéspedes de
una familia, ya que no hay posadas ni hoteles allí. Me pareció prudente
descansar y comenzar mi tarea a la mañana siguiente. Una buena cena y una
cerveza del país hicieron su tarea bienhechora, y dormí profundamente y sin
sueños.
Eran los primeros días
del invierno de 10954, lo cual en Antrópolis Magna significa frío, mucho frío, y
particularmente en el rocoso Bosque de los Fiordos es una nevada tras otra.
A la mañana me trajeron un espléndido desayuno, y apenas pude tomarlo, viendo cómo los copos, grandes y de gran consistencia, caían suavemente.
Afortunadamente no necesitaba utilizar mi vehículo, que había quedado guardado
en un granero, pues el Circo Raro del Profesor Berenjena quedaba a menos de trescientos
metros de distancia. Sin embargo, hice uso de un buen par de raquetas de nieve
que llevaba, pues esa primera nevada ya había alcanzado los cincuenta
centímetros durante la noche.
Buena Antonia no está
organizada en manzanas, ni hay calles propiamente dichas que la dividan. Las
construcciones, unas cien, tienen en general forma cónica: salvo la Delegación
Municipal, el Circo Raro del Profesor Berenjena y dos o tres residencias, todas
cúbicas, el cono es la forma que más ha inspirado a los arquitectos de la zona.
Tal es la caótica distribución de los edificios, que los lugareños, cuando uno
pregunta por uno determinado, orientan al viajero con el paisaje que se ve
hacia los confines. Por ejemplo: ¿Busca usted la Delegación Municipal? Camine
en dirección a aquella montaña y la encontrará. En el frente tiene un cartel.
¿Quiere ir al Circo Raro del Profesor Berenjena? No deje esta zona de ripio,
siga caminando en dirección a aquella cascada que se ve a lo lejos.
Afortunadamente los
alrededores de Buena Antonia eran elevados, y el poblado quedaba en consecuencia
como en el fondo de una sartén. Así, uno siempre podía orientarse.
De esta forma llegué al fin al
cubo que ocupaba el Circo Raro del Profesor Berenjena. Tal como había visto en
las fotografías de Elizabeth, la casa no tenía ventanas por ninguno de sus costados,
pero tampoco tenía una puerta visible para ingresar. Tal abertura (no muy
grande tampoco) se encontraba tras un muro bajo, que dejaba bastante poco lugar para acceder a la puerta, que daba a una especie de cabina, grande como el interior de un
ascensor, en la que había tres puertas. En cada una de ellas, un cartel de chapa
vieja, mal pintado y ya con la pintura saltando por el óxido, que decía Entrada y Salida. Usted Elige. En ese
momento recordé una frase de mis primeras lecciones de griego, cuya traducción era el mejor camino es el del medio.
Una frase con tantos ecos, hasta del Budismo, me convenció en el acto y, luego
de golpear discretamente (por hábito), entré por la puerta media.
Me sorprendió que esa puerta diera a un habitáculo circular,
enorme, casi tan grande como lo que yo calculaba que sería la construcción
entera. Sin embargo, revisé bien y no había rastro alguno de las otras dos
puertas de entrada. Sabía que a algunos arquitectos les gustan las figuras imposibles, pero esto ya pasaba de castaño oscuro
El caso es que este ambiente estaba en semipenumbras.
Piso negro, de lo que parecía basalto, cortinas negras sobre paredes pintadas
de negro; techo pintado de negro. Cuatro o cinco luces dicroicas, pequeñas,
permitían ver algo. No me pareció nada atractivo, pero caminé hacia el centro
del círculo. Allí quedé iluminado por una de las luces cenitales. El silencio
era perfecto; me recordó una visita que hice a la Biblioteca de la ciudad de R. A
mis espaldas se abrió la puerta por la que yo había entrado, y apareció un
personaje que ya había pasado la medianía. Yo estaba muy abrigado, ya que venía de los -12º C que había afuera: este hombre vestía un simple traje de lino
amarillento (y bastante manchado), una camisa de indescifrable color entre
gris, lila y celeste, y una delgada corbata deshilachada de color morado. Tanto
la camisa como la corbata llevaban finas líneas de colores al tono. Eso era
todo el rastro de elegancia que podía pedírsele a este personaje. Estaba
calzado con mocasines marrones que parecían tener su misma edad, y unos
calcetines de algodón del mismo color que la camisa, que estaban caídos. Su grueso
cabello lacio gris estaba peinado, aunque sin mucho éxito, con una raya a la
izquierda. Su piel blanca y ojerosa estaba evidentemente oscurecida por la
nicotina y el insomnio.
Entró como una tromba, no como alguien enojado, sino como alguien que llega
tarde al trabajo. Tenía un cigarrillo encendido entre los dedos, y gastaba
gafas cuadradas de mucho aumento, con marco de plástico marrón oscuro. Se le
notaba muy miope. Me tendió la mano.
—Encantado, Berenjena, señor…
—Ramos. Curtiell Ramos. Mucho gusto.
—Ah, Ramos, Ramos. Apellido español, como el mío. Bueno,
mi madre era de la comunidad polaca. Woźnak. ¿La suya?
—Portuguesa. Borges Caravalho.
—Ah, qué bien, qué bien. Bueno, usted vino a conocer mi
Circo, no le haré perder el tiempo. Pase por aquí.
Se acercó a un sector de la pared circular y, como por
arte de magia, un bloque de mampostería del tamaño de una puerta pequeña se
abrió silenciosamente. Me hizo seña para que lo siguiera con un ademán que me
pareció de demasiada confianza. El hombre hablaba casi en un susurro, como si
estuviera haciendo una propuesta ilegal, o una amenaza. Al hablar, bajaba el
mentón ligeramente, por lo que su mirada se volvía algo torva.
Lo acompañé, sin embargo, y recorrimos un estrecho
pasadizo, iluminado con una turbia luz azul, que acompañaba la circularidad de
la pared del hall de la entrada. Dicho sea de paso, caminamos bastante, por lo
que bien podríamos haber dado la vuelta un par de veces al círculo. Mis pies
registraban que el piso siempre estaba a nivel, sin posibilidad de que fuera
una rampa. Sin embargo, llegamos a un lugar donde había una puerta de madera muy
grande, de dos hojas con molduras, pintada de blanco, con grandes marcos.
Parecía tener no menos de cien años. El Profesor Berenjena abrió la gran puerta
y me invitó a pasar, esta vez con cierto estilo. Pasamos a un gabinete que,
comparado con lo que uno esperaba al ver la puerta, era una decepción de
tamaño. Así y todo tenía una buena mesa de servicio, que como comenté al
principio estaba colmada de papeles y objetos inclasificables, y un par de
sillones de cuero, donde nos sentamos con la mesa por medio.
El Profesor Berenjena me ofreció cigarrillos y whisky,
que no acepté, pero él, con gesto condescendiente, encendió un nuevo pitillo y
se sirvió una generosa medida de single
malt. Así fue que, mientras él se servía la bebida, pude mirar
discretamente su documento de identidad, que estaba tirado sobre la mesa,
ahogado entre una montaña de papeles y cosas.
—Usted viene de lejos, ¿verdad? Nunca lo había visto por
aquí –me preguntó.
—Ciertamente. Hace un tiempo que estoy viajando, buscando
material para un libro que estoy escribiendo. Soy sociólogo.
—Ah, qué bien, qué bien. Uno de mis hermanos es
sociólogo. Vive en Pleópolis.
—Disculpe usted, Profesor, pero veo que su Circo Raro no
está funcionando. No quiero hacerle perder el tiempo.
—Al contrario, mi amigo. Está funcionando a pleno y ahora
va a verlo con sus propios ojos. Sin embargo, yo debo guiarlo, si no le
molesta.
—Por supuesto, no me molesta, pero… ¿Y si llega a venir
otro visitante?
—No se preocupe, el próximo visitante vendrá un rato
después de que usted se haya ido. Siempre pasa así.
Esa frase me dejó con más vértigo del que la extraña
construcción y su no menos extraño dueño me habían provocado.
Como fuera, otra puerta nos condujo al Circo Raro del
Profesor Berenjena, propiamente dicho.
El Hombre Sin Amigos
Yo esperaba ver un circo
de pulgas, una mujer barbuda, un forzudo que levantara un escritorio en vilo.
Pero nunca imaginé esto.
Pasamos a un salón
amplio, muy ancho, pero larguísimo. Ya las proporciones del cubo que había
visto desde afuera se habían disparado antes de entrar aquí; ahora el vértigo
era mayúsculo y pensé que estaba en un lugar de verdadera magia. Al trasponer la puerta,
a la izquierda, un banner anunciaba a
“El Hombre Sin Amigos”, un personaje sentado a una mesa redonda, una típica
mesa de cafetería, en la que había efectivamente un pocillo de espresso, y un cenicero con varias
colillas. Lo notable era la cantidad de sillas vacías que había alrededor de la
mesa, no menos de ocho o nueve. El hombre, vestido de gris oscuro con un abrigo
del mismo color, innecesario en el ambiente templado (yo mismo me había quitado
el abrigo, los guantes y el gorro de lana; las raquetas ya estaban en mi mochila),
tenía un cabello negro, semicorto y aceitoso, llovido sobre la frente, y barba
de una semana. Parecía entre triste y resignado. Modelaba amargamente la brasa
de su cigarrillo en el metal del viejo cenicero que tenía moldeada la
publicidad de cierto aperitivo, con ojos entrecerrados que masticaban pena. De
pronto, levantó la vista, me miró fijo y me preguntó:
—¿Es usted mi amigo?
—No creo conocerlo, señor –le contesté.
—¿Ve usted? Nadie quiere ser mi amigo. Nadie… –chistó
negando con la cabeza, dio una profunda fumada a su Gauloise y volvió a encerrarse en sí mismo.
El Vago de Estocolmo
Un afiche barato, pegado
sobre la pared, anunciaba nuestra llegada al puesto del Vago de Estocolmo. Un
hombre joven de entre 35 y 40 años de edad, que bebía cerveza tan barata como
su afiche, estaba sentado en el bordillo de una ventana expresamente instalada
para su puesto. Con él estaban una chica y un muchacho un poco más jóvenes, que
también bebían y fumaban, hablaban tonterías y se reían permanentemente de las
tonterías que decían; pero de alguna manera se notaba que era personajes
secundarios.
—Eh, amigo, ¡dame una moneda para una cerveza! –me dijo,
abriendo sus brazos de forma exagerada, como dándome la bienvenida en un
aeropuerto. Quizá sería por el alcohol.
—Pero tú no tienes ni el acento de Estocolmo. Ni siquiera
pareces de la comunidad sueca. Más bien diría que eres de la comunidad de algún país ecuatorial de la Tierra.
—Oooooohhhh no hagas caso a las apariencias, amigo. Yo
soy de Estocolmo. Mira.
De su bolsillo extrajo lo que yo pensé que sería una navaja, pero resultó
ser simplemente un control remoto. Apretó un botón y de algún lugar, comenzó a
proyectarse sobre la pared opuesta un video de una claridad notable. En el film
se veía un niño de unos 7 u 8 años de edad, con pantalones cortos, abrigo y una
gorra, de la mano de una señora de piel muy blanca comparada con la del
pequeño, más trigueña. Los dos, sonriendo, saludaban con la mano a la cámara.
En un momento observé el edificio que había detrás de ellos. Bajo el frontón
triangular del edificio color ocre, las palabras Svenska Akademien dejaban poco lugar a dudas de que la señora y el
niño estaban frente al Museo del Premio Nobel de Estocolmo. Me fijé mejor
cuando volvieron a ser enfocados, y observé que el niño mostraba la misma
cicatriz sobre una ceja que ostentaba el Vago. Luego me di cuenta de que ambos
compartían los mismos rasgos.
—Sí, eres tú. Muy bien, parece que te fuiste muy joven de
Estocolmo. Pero… ¿Cómo hiciste para conservarte joven desde la época del Arribo
a Géminis? Eso fue hace cientos de años.
—¡Aaaaaaahhhhh, ja ja ja ja…! Alguien que olvidó
desenchufar mi criogenizador… ¡Y luego, mucha cerveza! ¡Aaaaaahhh, ja ja ja ja!
—¡Aaaaaahhhh, ja ja ja ja! –repitieron a coro los otros
dos.
El Vago, repentinamente sobrio y serio, me repitió:
—No hagas caso a las apariencias.
El Pez Fuera del Agua
Un caso que yo diría
dramático en el Circo Raro del Profesor Berenjena, era el del Pez Fuera del
Agua. Se trataba de un salmón de grandes dimensiones, que se encontraba a
orillas de un estanque artificial. Éste recibía abundante agua fresca de una
suerte de acequia que provenía de algún lugar del otro lado de la pared. Sin
embargo, pese al rumor tentador del agua cristalina, las redondas piedras del
fondo y de los suculentos pececillos que nadaban en el líquido, el salmón se
quedaba mirando, sin hacer otra cosa que comer semillas de girasol.
—¿Por qué no se sumerge en el agua y vive como debe vivir
un salmón? ¿Cómo no se muere fuera de su ambiente?
—Qué puedo decirle, señor Ramos. Le encantan las semillas
de girasol. Todo un presupuesto para el Circo.
La Despedida
Al llegar a la mitad de
ese salón descomunal, vi dos grandes arcadas de arco semicircular, enfrentadas,
que daban a la oscuridad más cerrada que hubiese conocido jamás. Pero grande
fue mi sorpresa cuando vi que en el piso, uniendo las arcadas, corrían las vías
de un tren. Esto ya era demasiado para mi mente y sentí un mareo. El Profesor
se había detenido ante las vías y, con las manos cruzadas, me miraba con cierta
indiferencia. No obstante, alguien se acercó y advirtiendo mi malestar, me dio
aire con un periódico que llevaba.
Era un hombre de unos
cincuenta años, vestido de traje e impermeable, con sombrero, un bigote fino y
rostro fofo de ojos pequeños.
—¿Se siente usted bien? Está muy pálido.
—Sí, gracias, ya me siento mejor. Fue sólo un vahído.
—Oh, caramba, no me extraña. Estos son días difíciles,
¿verdad?
—No entiendo. ¿Por qué lo dice usted?
—La maldita guerra, amigo. La maldita guerra. Ahora
vienen mi hija y mi nieto a despedir a mi yerno, que ha sido reclutado. Oh, aquí
vienen ellos. –Diciendo esto, me dio distraídamente el periódico, en cuya
primera plana había impresa la palabra GUERRE! con letras de molde. El
periódico era la publicación local de un pueblo francés de la Tierra, y estaba
fechado en 1939. Ya había leído en la escuela la historia de la Segunda Guerra
Mundial, pero esto me parecía totalmente inaudito. Interrumpió mi lectura la
llegada de la Hija con su Niño.
—¿Ha llegado ya el tren? ¿Falta mucho? –dijo la Hija.
—No lo sé, querida. Pero esperaremos lo que haya que
esperar.
De pronto, un estruendo colmó el lugar. Iluminando la oscuridad como el fuego de un dragón, vi la luz de una locomotora a carbón que se aproximaba desde fuera de la arcada que estaba a mi derecha. El Profesor Berenjena me hizo señas de que me alejase de las vías.
La locomotora pasó de largo, como así también la vagoneta del carbón y unos cuatro o cinco vagones cargados con soldados bien equipados y uniformados. Todos tenían un rostro apesadumbrado y nos miraban con cierto recelo.
Al fin, el tren se detuvo y, desde una de las ventanillas del único
vagón que quedaba a la vista, se asomó por la mitad el cuerpo de un hombre de
unos treinta o treinta y cinco años. Llevaba el uniforme francés de campaña,
con un buen abrigo cuyas mangas casi ocultaban sus manos delgadas. Su rostro tenía una gran flacura, interrumpida
solamente por un tremendo bigote oscuro. La Hija le tendió al Niño, de unos
tres o cuatro años, para que el Marido lo alzase. Lo abrazó y besó tiernamente,
mientras sus compañeros le palmeaban el hombro y el casco, dándole palabras de
aliento. Al fin, el Marido devolvió al Niño a los brazos de su madre, con
lágrimas en los ojos. Diríase que ya había perdido toda esperanza de regresar
del frente.
La Hija pasó al Niño a la mano de su abuelo, y fue a
tomar de las manos a su esposo. Le dio su propia cruz colgante como recuerdo,
una fotografía y un paquete con comida. La verdad es que la Hija se comportó
con gran entereza, todo hay que decirlo. El Marido no paraba de hablarle de los
grandes proyectos que tenía para la familia, para cuando regresara de la guerra.
Cuando el tren emitió un sonoro pitido anunciando su partida, y ya poniéndose
en marcha, el Marido me miró fijamente y me dijo:
—¡Cuídelos usted por mí, monsieur! ¡Se lo pide un patriota!
Miré con la sorpresa del caso al
Profesor Berenjena, quien filosóficamente levantó sus hombros y sus cejas
gruesas, mostrando las palmas de sus manos. Mientras tanto, desde las
ventanillas se escuchaban cientos de voces viriles entonando La Marseillaise.
La Hija, mientras los
vagones pasaban con creciente velocidad, sollozaba hundiendo su nariz en un
delicado pañuelo de batista de algodón, con ribetes primorosamente bordados. El
Niño, abrazado a una de sus piernas, embutidas en una pollera de tubo,
compartía su angustia. De pronto sentí dos manazas que me tomaban de los
hombros.
—Caballero, sé que se le ha encomendado una tarea poco fácil. Tal vez yo no pueda acompañarlo durante todo el camino, pero trataré de aliviarle la tarea todo lo posible. Por favor, acepte usted esta ayuda que le da un padre y un abuelo agradecido.
Diciendo esto, extrajo del interior de su
chaqueta una bolsa, grande como un durazno. No me explico cómo podía cargar con
eso. La bolsa era de terciopelo rojo. Cuando me la entregó, el tintineo que de
ella salía me avisaba que se trataba de monedas. “Bueno –me dije–, ¿deberemos cargar
con monedas falsas con, seguramente, publicidad del Circo Raro del Profesor Berenjena?”
Fue una buena oportunidad para cerrar mi boca. Cuando
abrí la bolsa, descubrí no menos de cincuenta o sesenta monedas de 20 francos
de oro de 1876. Y sí eran de oro. Mi
tío Oswaldo había sido joyero y yo conocía bien el aspecto del oro puro, su “olor”,
por así decirlo.
Miré nuevamente al Profesor Berenjena, ya totalmente asustado, a lo que él me respondió con el mismo gesto de resignación deportiva:
—Mire, señor, yo le agradezco la confianza, pero…
—Oh, por favor, monsieur,
¡tenga usted piedad de una pobre viuda y de un huérfano! –La Hija vino
rápidamente hacia mí y apoyó sus manos, que aún arrugaban el húmedo pañuelo,
sobre mi pecho.
—S'il vous plait, monsieur!
–repitió
el Niño, abrazando ahora mis piernas,
casi hasta hacerme perder el equilibrio.
Fue en ese momento en que
me di cuenta de algo que ya rondaba el carácter de monstruoso: Toda esta escena estaba en “blanco y
negro”, como si fuera una película de esa época. Sólo el Profesor Berenjena y
yo aparecíamos “en color”.
—Esto es imposible. No lo entiendo. Disculpe, Profesor,
pero quisiera irme.
—¡Un momento, señor! –exclamó el Padre. —Usted ha
contraído una grave responsabilidad para con esta familia y ante el pedido de
un patriota que ofrendará su vida por la gloria y el honor de Francia.
—¡Ay! ¡No nos abandones, mon chéri! ¡Seré la compañera perfecta! ¡Este infante será tu
orgullo! ¡Mi padre será el tuyo!
Y así fue como vino el desmayo.
Me reanimaron con un vaso de agua Perrier unos enfermeros vestidos a la antigua usanza. Todavía no se
había disipado del todo el humo de la locomotora. Extrañamente, ya todos se
veían con los colores normales de la vida. La Hija, sin embargo, llevaba un
velo y estaba vestida de negro, y tanto el Padre como el Niño llevaban un luto
en su manga izquierda.
—Oh… No me digan que…
La Hija, transfigurada por el dolor, me extendió una nota
firmada por el General de Gaulle, donde certificaba que el Marido había
entregado su vida a la Patria.
—Lo siento mucho.
—No es tiempo de lamentarse, sino de seguir –dijo el
Padre. —Vayámonos pronto de aquí, amigo mío.
—¿Dónde está el Profesor Berenjena?
—Está en una
reunión con enviados de las fuerzas aliadas. Temen que los boches ingresen a este lugar.
—Esto es un manicomio.
—El mundo es un manicomio, ¿no se ha dado usted cuenta
todavía? –terció la Hija.
—Es cierto, no puedo negarlo. Por eso nos fuimos de la
Tierra y terminamos en Géminis.
—¿De qué hablas, mon
amour? –preguntó la hija, adelantando un poco los trámites.
—De nada, de nada, no tiene importancia. Luego les
contaré.
Nos abrimos paso en medio de una confusión grande, y pudimos
seguir adelante para salir de las instalaciones. Otros integrantes del Circo
Raro del Profesor Berenjena, que aún yo no había conocido, armaban barricadas
para protegerse de la inminente invasión enemiga. El único que estaba ajeno a
la situación era el Pez Fuera del Agua, que seguía comiendo semillas de
girasol.
El Padre logró encontrar la puerta de salida al gabinete,
y de ahí al estrecho pasillo circular. El Niño expresó su comprensible miedo en
ese estrecho y oscuro ambiente, pero el Padre nos instó a todos a tener valor,
para lo cual nos invitó a entonar La
Marseillaise. Ciertamente, ese vibrante himno nos templó el corazón y nos
entibió el pecho. Dimos en sentido contrario el par de vueltas que habíamos
dado al principio con el Profesor Berenjena, y muy pronto aparecimos en el hall
negro de la entrada. No nos demoramos un instante en atravesar la puerta, pero antes de salir, extraje de mi mochila todo el abrigo que tenía y lo repartí entre la Madre y el
Niño. Las raquetas se las di a la mujer, que llevaba zapatos de tacón. Se los
saqué y le puse dos pares de medias de abrigo (siempre hay que llevar repuestos,
por si las que uno lleva se mojan).
Al salir, un tibio aire de primavera nos bañó con el sol
de una mañana llena de pájaros, mariposas y abejas. Las flores llenaban el aire
con un balsámico perfume. No es necesario decir que me desmayé otra vez, aunque
por menos tiempo.
—Vayamos a la posada donde me hospedaba. Tal vez me recuerden –dije. Se notaba que mis compañeros nunca habían estado en ese lugar: marchaban silenciosos y mirando para todos los costados.
—Miren bien para todos lados. Puede haber alemanes aquí –dijo el Padre.
—Aquí no hay alemanes, señor. Ni hay guerra. Estamos en
otro mundo –y les conté brevemente nuestra llegada al planeta Géminis, y cuánto
había durado el Viaje, y los motivos de la Partida. Ellos parecieron no creerme.
Llegamos a la casa de mis anfitriones, y no sólo me
recordaban perfectamente, sino que me preguntaron cómo me había ido en el Circo
Raro del Profesor Berenjena. No estaban sorprendidos de verme en absoluto.
Me di cuenta de que no nos habíamos presentado con la
familia francesa; no conocíamos nuestros nombres. El Padre se llamaba Alexandre
Durand, la Hija era Hélène, y el Niño se llamaba Hugo Laurent. Me dijeron que
el Marido se llamaba Pierre.
El matrimonio que poseía la casa de huéspedes tampoco
pareció haber sido tomado por sorpresa por la aparición de los galos: ya habían
preparado todo para recibirlos, incluyendo un pequeño guardarropa. Quise
preguntarles si sabían lo que pasaba en el Circo Raro del Profesor Berenjena, y
la que me contestó fue la señora de la casa.
—Claro que sabemos, hijo. Te esperábamos desde bastante tiempo antes de que llegaras. Aquí en Buena Antonia nadie es inocente; aquí todos trabajamos en la limpieza de lo que la humanidad dejó atrás.
Con un gesto suave pero firme me señaló la mesa, que ya
estaba dispuesta para el almuerzo. Mientras tomaba la sopa, me di cuenta de que
en realidad todo en la vida se trata de eso. Todos vivimos limpiando una y otra
vez lo que creímos haber dejado atrás.
LA BALADA DEL PADRE RIDY
Muchas felicidades Carlos, soy tu fan No. 1
ResponderEliminarMuchas gracias, querida Antonia, ¡tus palabras son especialmente apreciadas! Un abrazo de corazón a corazón.
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