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ESPACIO, CIUDAD-ESTADO (Fragmento)
Capítulo II:
Las Cuatro Hermanas Cabosuelto y el Joven Fabricante de Gomas de Borrar
En
Espacio todos se conocían. A pesar de que en esa bella ciudad–estado los
habitantes eran numerosos, vivían siempre con leguas de distancia entre sí, por
no mencionar que las casas eran tan grandes que sus moradores podían pasar
semanas sin verse.
Sin
embargo, los Murmuradores de Noticias siempre tenían algo para contar a sus
abonados sobre alguna de las cuatro hijas del ex Moralista Estatal Empírico
Cabosuelto. Don Empírico estaba retirado desde hacía muchos años, pero el
prestigio lo perseguía como una mosca de verano. De allí que sus hijas –cuyas
edades ya miraban la cincuentena desde arriba– crecieran con la idea de que
pertenecían a una especie de aristocracia híbrida, de clase media: plebeya pero
célebre.
Los
aristócratas verdaderos –cuyos patriarcas componían el Alto Senado y eran
también gran parte de los Fiscales de la Casa del Elector de Espacio– a veces
las aceptaban en sus soireés y conciertos de clavicémbalo, pero la
diferencia de clases era evidente. En realidad, las chicas pertenecían a un
orden de cosas apolillado desde muchos años atrás. Ya no entendían al mundo y
vivían más por instinto que por la comprensión que de él tuvieran. El mundo
tampoco las entendía. Más allá de que el habla que las cuatro hermanas solían
usar se había extinguido hacía largas décadas en Espacio, en las conversaciones
sociales generalmente terminaban haciendo referencia a su afamado padre, y la
aburrida atención del oyente tendía a dispersarse con rapidez.
No
hemos mencionado aún sus nombres, que a la sazón no eran infrecuentes en Espacio:
Dórica, Jónica, Corintia y Eólica, enumeradas de mayor a menor. Cuando las
chicas se dieron cuenta de que la soltería ya estaba adherida a sus vidas, como
el prestigio a su padre, decidieron rejuvenecerse mediante el uso de apodos que
ellas consideraban divertidos y a los que llamaban “nombres locos”. Desde
entonces sólo aceptaron ser llamadas Dora, Juana, Cora y Lola.
Muchos
pensaban que había épocas en que a ellas la mala suerte les rascaba la espalda.
Sin embargo no era mala suerte, sino una falla en la perspectiva que ellas
tenían de las cosas. Un ejemplo será bienvenido por los lectores de este papiro
–personas ejemplares si las hay.
Espacio,
como todo el mundo sabe, tiene hermosas playas de guijarros en su borde
oriental. Allí fué Cora, a hospedarse en el palacio de verano de un antiguo
empleado de su padre. Hizo saber a sus amistades, a su numerosa parentela y a
la sección Sociales del periódico de la tarde que necesitaba un
descanso, pero en realidad había seguido el consejo de sus hermanas de
presentarse en el ponto rocoso para buscar un marido, porque en el fondo Cora
renegaba de su celibato. Para ello se preparó concienzudamente: Revistas
femeninas (muchas), libros de autoayuda, clases de yoga, equitación y arquería,
visitas al astrólogo, al odontólogo, al ginecólogo y al otorrinolaringólogo.
Más tarde, desconfiada con razón de su haber intelectual, agregó a último
momento charlas con arquitectos, pintores, bardos y tocadores de lira.
Los
Cabosuelto también tenían un dios doméstico, Xenón el Viejo. Xenón venía
trabajando en casas de familia desde hacía siglos, si no milenios. Tenía mucha
experiencia, claro, pero con los años se había vuelto un tanto aislado; incluso
algunas veces se escapaba del trabajo para encontrarse con otros dioses domésticos,
y volvía tarde y con olor a bebida.
Esta
situación no amilanó a Cora. Con un mensajero privado mandó a traer al viejo
dios a sus aposentos y le pidió que le dedicara algún rito de buena fortuna.
Xenón le pidió detalles para perfeccionar su ceremonia, pero Cora se mostró
adamantina: prefería una reserva absoluta.
–No
te olvides, doncella de dulce rostro, que aunque mi edad se mide en eras, que
no en años, no dejo de ser un dios, y por lo tanto puedo conocer los secretos
de los hombres y del Cosmos. Pero puedo también elegir no saber lo que se me
pide no saber. Tal es mi altura. De este modo, cualquier ritual que pueda
practicar en tu favor –e insistiré: éste es el caso– puede dar resultados más
allá de todo cálculo. Dime con tu suave voz, que recuerda los arroyos de
primavera, si deseas que no obstante lleve a la práctica mis inestimables
servicios.
–Hazlo
ya mismo, noble dios, y mi gratitud será eterna –contestó Cora, inclinándose
devocionalmente.
–Nada
es eterno –le contestó Xenón, mientras se iba, ya de espaldas a la mujer,
poniéndose un cigarro en los labios. Dándose vuelta, agregó: –Salvo mi Jefe,
Quien gobierna el Universo.